Marina estaba sola al atardecer. La madre iba por las
últimas horas de trabajo mientras el padre, que ya había salido, recorría
góndolas de súper. Embalada por no tener encima miradas ni retos, la niña correteaba
desprolija y suelta entre recovecos y habitaciones. Su casa era un parque de
atracciones. No veía muebles sino juegos, montañas, paisajes. Esa vibra le
quedó desde temprano, cuando jugó al Family con su abuelo, que fue de visita y
le regaló chocolates.
Ahora que la ciudad se había puesto la noche de sombrero y
los faroles callejeros borroneaban sombras en los adoquines, Marina suspiró
cansada mientras se desparramó en el sofá del comedor. Sin el bullicio de sus
padres, la casa se le hizo grandota y algo tenebrosa.
Tenía la frente empapada de tanto correr. Le caminó un
chucho de frío, mezclado con pavor. Encaró la escalera de madera que crujía fatal,
como en las películas. La chica se impacientó y brincó hasta el primer piso. El
final del pasillo se perdía en la negrura.
A medio camino dio con su cuarto. Revolvió el placar, tomó el
primer buzo más o menos abrigado y se lo puso. Le incomodaba estar a oscuras, por
eso dejó sobre la cama una montaña de ropa; ni cerró la puerta del mueble.
Volvió sobre sus pasos. Cuando estaba al pie de la escalera husmeó
cómo en la negrura una luz temblaba desde la habitación de sus padres. La
puerta estaba entreabierta. La niña tragó saliva, sabía que no debía, pero la
curiosidad le pudo más.
Avanzó cautelosa, sintió el latido en su pecho, el sudor
frío en las sienes. Apoyó la espalda contra la pared, volvió a tragar saliva y
la inconsciencia le hizo empujar la puerta. Entró. Se llevó puestas butacas
llenas de ropa, que pisoteó sin más. Recién cuando estuvo al pie de la cama,
donde la luz era más intensa, abrió los ojos, que puso como dos platos enormes.
La boca hizo juego y levantó un grito frenético, que la dejó sin fuerzas para
escapar.
Cayó sobre sus rodillas y se encogió de
hombros. Pestañó y sus ojos se empañaron. De pronto, una risa le devolvió la
vitalidad de niña y la gracia revoltosa.
—¡Todavía
estás acá! —gruñó Marina—. ¡Por qué no avisás!
En anciano se asustó con el reto. Dejó caer el joystick al
piso y en el televisor apareció un Game Over repentino. El resto de la noche el
abuelo, en disculpa, le ofreció más chocolate, pero, para sorpresa de los padres recién llegados, Marina se los rechazó cruzada de brazos.
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