—¿Escuchás algo?
—Dale, no seas boludo —objetó
Bruno, a pesar del cansancio y la angustia.
Pablo hizo un gesto resignado; suspiró y escondió sus verdes
ojos juveniles entre ojeras. Entornó una puerta del montón y estuvo adentro un
buen rato. Bruno esperó cruzado de brazos. Se irritó al escuchar el revoltijo. A
la vuelta, se sentaron. Tenían que esperar.
Las máquinas chirriaban apacibles, el tufo acariciaba sus
narices brillosas. Pablo se abanicaba con las historias clínicas, pero ansiaba usarlas
para otra cosa.
—¿Nada? —se impacientó ante el
gesto negativo y tosco de Bruno—. Seguro terminó la marcha o la conciliación
obligatoria. Seguro viene el cambio de turno de nuestra guardia, capás está por
llegar algún paciente. Algo.
—Callate, dale.
La escalera que subía a planta baja titilaba con los
plafones sucios. Las puteadas en los carteles ya amarillentos, pegados a lo
largo del pasillo, se perdían al horizonte; justo donde los dos médicos se
encogían de hombros. Pestañaban, bostezaban, esta vez no había nada que
diagnosticar.
—¿Hace
mucho estamos, no? —cambió el tono Bruno.
—Vamos,
seguro el paro terminó —se abanicó por última vez.
El eco de sus pasos se hizo profundo. Eso sí, tuvieron que patear
un poco el ingreso principal, alguien había clavado unas maderas atrás del
cartel “Se alquila”.
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