Ahora cabe en la palma de mi mano. Se ve que el tiempo también
tiene forma, fondo, volumen. El hierro se hizo chapa, fierrito. La distancia
entre ambas tiras es sutil, lógica. Las veces que nos peleamos, días enteros
enculada, atragantada con la acusación de habérsela roto. Porque sos torpe,
porque los nenes no saben de estas cosas, me decía con el cejo fruncido y gesto
de corto gancho.
El corazón del costado también se desinfló. Fueron tardes
enteras de contar una a una las piedras que lo cubrían; el pálpito era siempre
llegar a un número distinto. Cuando uno es chico hasta las matemáticas son
maleables, indiferente a la necesidad de pares o redondeos. Y sin embargo, el
tiempo lo hizo adorno.
Del polvo y el desorden, entre cajas de mudanza asomó, brilló
la silueta, el recuerdo de una vincha atorranta que nos alegró las tardes
cuando mi hermana y yo éramos más petisos que una mesa, pero soñábamos pescar
la luna o embocar el gol más inolvidable del barrio.
Esta tarde en el aeropuerto mejor la despido con cara de
seis años.
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