2015/05/19

La Rubia de la calle Federación


1
En la noche de otoño ladran perros. Su alarido se acopla al galope de una tropilla. De pronto, el silencio en el barrio de San Miguel vira en patadas, vidrios rotos, gritos en nombre de la Mazorca. Incontables puertas y persianas se enclaustran en medio de cuchicheos nerviosos. Un gimoteo agónico estalla y se apaga solitario; la aldea porteña calla junto a él. Luego, unos vivas al Restaurador se pierden en la lejanía.
Entre un par de visillos, delante de una ventana entornada, pispea la calle una niña rubia, con gesto nublado y una nota entre sus manos. ¿En qué pensás?, se oye una voz al fondo de la habitación ¿En qué pensás?, insiste, pero nada.
—Serás tarambana, Valentina —se encoleriza la voz del fondo—. ¿Todavía pensás en tu amante unitario que emigró a Montevideo? Dejalo ir. Pensá que si estuviera él acá en Buenos Aires vendría a buscarlo la Maz... —se entrecortó al ver a su amiga tiritar—. Ya sabés qué le pasa a los contreras, no pongas esa cara. Mirá a mi familia: una parte acá, la otra en el Uruguay. No son tiempos para esa cara ni esas cartas.
Ella no da lugar al reto de su amiga Fernanda Santamaría. Luego de pispiar la calle y ver la sombra diminuta del jineteo bravo, se acomoda en su escritorio para retomar la nota febril. Unos trazos nerviosos después esconde el pliego en un cajón. Lo hace con ruido, como contestándole a su amiga, que ahora la mira incrédula y opta por acomodar la breve peineta bajo su pelo negro y crespo.
—Tus tatas para vos tienen planes amorosos. Todo va a ir bien —alienta Fernanda.
Valentina sólo atina a suspirar abnegada.  
Afuera, en otro barrio, otros perros vagabundos corean el galope de la tropilla. Así, hasta el amanecer.

2
Las primeras luces del alba se posaron en los ojos de Valentina. Las campanas de San Miguel, llamando a misa tempranera, taladraron hondo bajo las mechas trigo de la joven, revuelta en su lecho.
Estremecida por la falta de sueño, se sentó frente al escritorio. Levantó la carta que había iniciado junto a los retos de Fernanda. Con gesto triste susurró:
—Te extraño.
Permaneció inmóvil un instante, luego entreabrió su boca y puso en palabras un recuerdo ya tallado en bronce:
—Esa tertulia en Catedral al Sud. El día que cumplí mis dieciséis di torpe contra tu abrazo fraterno; también aquellas perlas negras que, entre patillas robustas, miraban con deseo, cuando todavía no sabía qué escondía el artilugio de la pasión.
Hizo una pausa, sonrojada por la memoria, que le trajo los aromas y nervios de aquel instante.
—Ya no soy aquella niña a la que enamoraste en silencio —habló a la ausencia de su hombre—. ¿Te acordás los ratos, misas de la tarde, que daban propicio para nuestro nido clandestino? Ni las mulatas chusmas, ni las espías federales dieron con nosotros. Te extraño tanto. Tengo que llorar tu exilio en las sombras, no contarle a nadie, mostrarme como una niña buena e ingenua. Todo porque la Federación al perseguirte truncó la más hermosa historia que jamás soñé. A vos te persigue y a mis tatas los premia y premia por ser fieles. Qué agridulce esta vida a dos bandas, quiero irme con vos, reencontrarnos y estar juntos por siempre.  
Se recostó sobre el escritorio, atajó su frente entre brazos cruzados, una almohada de improviso que tornó cálida para un nuevo brío de sueño triste que la dejó rendida.
—¡Mercé Valentina! Está misia Fernanda Santamaría —gritó su criada desde la puerta de su habitación.
                —¡Voy! —balbuceó—. Mientras, ya sabés qué hacer —susurró al levantarse del escritorio e introducir la carta en el delantal de la morena—. Que nadie se entere. 
La mujer bajó la vista y rumbeó lejos. Valentina fue a su ropero y sacó un vestido blanco de algodón, con escote floreado y falda bordada en detalles rojos. Se ató de mala gana unas cintas del mismo tono entre sus mechas y partió al encuentro con Fernanda. 
—Estoy mejor —clamó entre abrazos al recibirla.
—No mientas —dijo mientras caminaban al patio principal—. Esa cara la conozco.
Valentina se ofuscó al verse descubierta. Agachó la cabeza y, entre pucheros, casi entró a llorar.
—¡Qué tremenda! —clamó mientras se acomodaba su cabellera negra—. Fue el primero, pero no el último ¡Cuánto drama por alguien que ya debe haberte olvidado allá en el exilio!
La miró ofendida, pero desmarcó sus cejas furiosas, achicó los hombros y sonrió neutra.
—Allá afuera cuchichean mucho, ¿sabés? “que la Rubia de la calle Federación esto y aquello” —cambió de tema Fernanda—. ¿Ya te enamoraste de ese tal Andrés Ruviere, el que tus padres buscan que sea tu esposo?
—Ese no me importa. Yo quiero irme con el que me hizo feliz.
—¡Qué emperrada estás!—rió, luego escuchó los gritos de su criada, al otro lado del paredón que separaba las casas vecinas—. Tengo que irme. Desde que mi padre Santamaría tuvo que emigrar no me gusta dejar mucho tiempo a mi madre sola. La próxima quiero que estés a los besos y abrazos con ese tal Andrés Ruviere; si es lindo y con plata, mejor. Siempre vas a ser mi amiga y voy a estar acá para cuidarte —se despidió benévola y encaró a paso rápido.
Conmovida, Valentina lloró con culpa mientras la tarde le cayó encima.

3
El campaneo lejano que llamaba a misa de alba en San Miguel despertó a los vecinos de la vieja aldea porteña. Valentina, abombada de fiaca, asomó por la venta y divisó el andar de damas floreadas y carruajes tercos. En eso entró doña Elvira, su madre, quien apuró:
—Ponete presentable, que salimos para la iglesia. El joven Andrés ira con su tata.
Valentina marchó por los veredones del brazo de su madre cabizbaja, para evitar muecas y reojos al arrastrar derrotado su faldón rosa. Su rostro de ángel herido no desanimó a los mirones ni a las damitas revestidas de malicia.
El cura hiló cantos santos a Cristo y la Federación. Valentina navegó en su mente revoltosa aguas adentro del Plata, hasta el rostro de su unitario, el imposible en toda esa Pampa restauradora. No obstante, la imaginación le naufragó cuando una ola ensordecedora arreció sus leves velas de viaje. “Los malsanos exiliados tarde o temprano tendrán su merecido”, deshilachó sus pulmones el viejo párroco.
Valentina tiritó ante la tropilla de fantasmas que se colaron a su alrededor, invisibles al público que rellenaba la iglesia. Luego, el cuchicheo de almas que partían del templo la serenó. La vuelta a casa fue silenciosa. De lejos cambió miradas con su amiga Fernanda, envuelta en familiares y milicianos. Otra vez enclenque, quiso que los mechones rubios sueltos ocultaran su rostro lloroso.
—Al final este Andrés y su tata ni aparecieron, pero vos no te desanimes, vamos a hablar con ellos hasta convencerlos. Ustedes dos se tienen que casar, tienen que ser la pareja de la Federación —susurró la madre enjuta y ofendida.
4
Una semana más tarde, en pleno atardecer, Valentina tomaba chocolate caliente ensimismada en lo de Fernanda cuando creyó oír: 
—El joven Andrés y su familia pronto se van a dar cuenta que sos la Rubia de la calle Federación.
La joven ni se inmutó, con la vista fija en su taza.
—¡Bajá a esta tierra, volvé de la Banda Oriental! —regañó Fernanda.
Valentina se disculpó mientras las lagrimas le brotaban lentas, inocultables. Cayeron sobre la falda bordó y oscurecieron aún más el colorado restaurador de aquella vestimenta que le iba tan al cuerpo, tal esplendida la figura, ahora arqueada en penas.
En ese instante, oyeron el trajinar de una carreta que se aquietó al pie del zaguán. Hubo unas cortesías entre el jinete y la criada. El andar lento y estruendoso retomó y frenó en otras casas del barrio.
¡Desde Montevideo, del señor Santamaría!, gritó la mujer, a quien la madre de Fernanda reprendió a sopapos. No andes voceando esas cosas, ¡qué te tengo dicho!
Fernanda y Valentina corrieron hasta ella y le quitaron de las manos la cajuela que llevaba. Abrieron y se esparcieron un montón de notas y algunos libros.
La madre agarró la caja con desgano y cierto enojo. Valentina miró de reojo a Fernanda y las dejó compartir a solas aquel momento familiar.
Ella, por su parte, animó el paso sobre Federación hasta el zaguán hogareño, donde la esperaba su mulata, con gesto cómplice. La criada le dio un fuerte abrazo y Valentina, entendiendo la jugada, tomó un sobre de su delantal con disimulo.
Ya en su habitación, Valentina se desplomó sobre la cama. Levantó nerviosa el papel y leyó, mientras la cara se le hacía un reguero de lágrimas. Hizo un bollo el papel, se acurrucó en silencio y luego quedó vencida por la angustia:
—¿Por qué no querés que me vaya con vos, Santamaría mío?
5
Al mediodía siguiente, por Federación los taconeos de Fernanda se sintieron intensos al ingresar por el zaguán de Valentina. La joven se escabulló en la habitación de su amiga. Sin querer, una nota arrugada llamó su atención.  
Valentina despertó de un sueño pesado, irreverente. Al levantarse asomó ante ella una sombra que le infundió terror. Hubo un rápido movimiento y su rostro se hizo a un lado. Una cachetada sonora, precisa, había enrojecido su rostro pálido.
—¿Qué hacés?
—¡Encima me preguntas, traidora!
Los ojos de ambas ardían en llantos. Fernanda agitó la carta delatora.
—¡Así que eras vos, siempre fuiste vos! 
                —Por favor no te enojes, me tenés que entender.
                —¡Al final vos eras la amante de mi padre! Lo único que importa es que tenés la culpa de que haya emigrado ¡Jamás tuviste el valor de decírmelo!—dijo entre bocanadas nerviosas.
                —¡Estás loca! Si él se marchó por Rosas, los unitarios y qué sé yo qué más. 
                —Eso es lo que dijimos con mi madre a los demás, pero no —languideció.
La rubia se encogió de hombros.
—¿No te preguntaste por qué si la Federación lo perseguía se fue él solo y no su familia, que podíamos ser víctimas de la Mazorca? Cuando mi madre se enteró que él la engañaba, no llegó a saber con quién, le dijo que si se quedaba en la ciudad ella misma iba a mandársela. Él entendió que no era broma.
Valentina menguó los ojos, lloró en silencio boquiabierta. Por impulso, sinrazón y vergüenza, intentó abrazar a Fernanda. 
                —¡Salí, miserable! No te acerques — la empujó a un costado—. Más te vale que hagas como él. Más te vale, por el bien de tu familia. Si no, voy a ir con el mismo Rosas a pedirle que cuelgue la cabeza de Rubia de la calle Federación en la Plaza de la Victoria.
Luego de un portazo furioso, el silencio y la angustia invadieron todo alrededor de Valentina.
6
                —¿En serio tengo que ir? —tiritó la joven Valentina aquel sábado a la noche frente al espejo, a un lado su mulata trenzándole el pelo, al otro su madre emprolijándole un vestido rojo candente—. Me duele la cabeza, la panza, también la espalda y me agobian los mareos.
                —Sí. Hoy en lo de los Rivera va a estar Andrés y su familia. Hija mía, es la chance perfecta para apalabrar compromisos. Yo sé que van a decir que sí apenas te vean sonreír. Así que cambiá la cara. No lo arruines.
El reto y sus palabras hicieron palidecer a Valentina. Con los últimos tironeos de corsé tuvo que pestañear mucho, para no dejar caer lágrimas, remanentes de las horas tristes que le aquejaban.
En plena calle se oían perros y carruajes, la mayoría rumbo al Bajo, otros tantos a Palermo. Ella y su madre, en cambio, fueron, con ayuda de su criada, al barrio federal de Montserrat. Sobre México, casi Salta, estaba el caserón de la familia Rivera.
Al fondo del zaguán se abría la sala principal, ancha, abarrotado de trajes, barbas tupidas a la usanza federal y peinetas; concurrido en bullicio, vino y un aura rojo punzó a tono con el vestido de la alicaída Valentina.
—Niña, vaya a distraerse con sus amiguitas —refunfuñó su madre—. Yo me encargo de ir en busca de su prometido tarambana.
Valentina quedó sola en medio de la muchedumbre, temerosa de dar con Fernanda. En un momento estallaron a su alrededor unos vivas y aplausos: hacían su entrada triunfal el Restaurador de las Leyes, Juan Manuel de Rosas, que llevaba del brazo a su hija Manuelita.
Un vistazo de más y el mismo Rosas y familia iban a saltarle encima, dramatizó la rubia en sus pensamientos. Tanteó unos pasos perdidos y sin querer se chocó a alguien. Al darse vuelta con espanto, suspiró aliviada. Era sólo un criado de los Rivera. Le regaló su primera risita nerviosa de la noche y se alejó hasta el patio.
Allí, con el íntimo claroscuro de unos faroles, respiró serena. Escondida en la negrura vio un andar firme entre las gentes de la sala principal que la hizo palidecer: Fernanda, con un aura de enojo incontenible, las cejas arqueadas, las palabras apretadas entre dientes, daba golpecitos en el pecho rojo de un muchacho mazorquero.
—¡La Mazorca viene por mí, eran ciertas sus amenazas! —balbuceó llorosa mientras se llevaba las manos su boca para atajar el grito desolado.
7
Valentina caminó rápido, con la vista baja, hasta el zaguán. Ya sobre el veredón buscó algún rostro amigo. En una esquina lateral había una pulpería, desde cuyo umbral asomaba su mulata, que aguardaba por ella y su madre para la vuelta. Sin musitar, levantó un poco el vestido y apuró el paso.
Los alaridos de fondo, las cabalgatas ruidosas e invisibles fueron el viento en contra que tuvo que atravesar hasta llegar al pie de la pulpería atiborrada de gauchos y morenos.
                —Valentina, ¿por qué tan pálida?
                —No importa. Bueno, sí —se pisaba en cada titubeo—. Tengo que irme a la Banda Oriental. Ya. 
                La mujer meditó por un instante y luego la llevó del brazo hasta un recoveco de sombras. 
                —Mercé, a usted la tuve en brazos cuando niña. Jamás ha salido con algo así.
                —Es repentino, y hasta suena a capricho, pero va a venir por mí la Mazorca.
                La mulata se desencajó, pero, cauta, guardó silencio para que la joven se repusiera del llanto que manaba de sus ojos marchitos. 
                —Vos sabías lo mío y lo del señor Santamaría. 
                —Ahá, hasta que se exilió por unitario.
                —Era mentira. Su mujer lo desterró por despecho. Y por mi culpa. Ahora, su hija, mi amiga Fernanda, dijo que me mandará a los mazorqueros si no me voy. Todo salió tan mal— se desparramó en el hombro de la mulata.
                Las dos se abrazaron. La mujer la hizo a un lado y entró a la pulpería. Valentina quedó en su remordimiento reposada sobre el muro encalado de la esquina. 
Tardó su rato la criada, pero al volver un rostro esplendido le dio ánimos a la joven:
                —Está de suerte: hoy unos clandestinos se iban a rajar en una ballenera desde Barracas. Un gaucho amigo la va a dejar a medio camino. Marche rápido. Ha sido un placer enorme servir a usted.
Las breves palabras en tono a despedida le hicieron sentir a Valentina el peso de este exilio inesperado; ya dejaba de ser la Rubia de la calle Federación.
El gaucho salió de la pulpería y desató su caballo con una calma fúnebre. Luego de pifiar un par de nudos, se subió con gracia de mamado y en silencio le tendió una mano a Valentina, que trepó con arácnida resignación.
El galope ronco ocultó los sollozos de las mujeres, que no hicieron la vista atrás.
Al bajar por la Santa Lucia, camino a la Calle Larga de Barracas, esquivó un coche que iba a fondo. El gaucho cambió insultos con el conductor y luego siguieron en la penumbra.
El coche, luego de peripecias en caminos rotos, encaró al barrio de Montserrat.
8
Fernanda iba de un lado al otro en lo de los Rivera y a su sombra marchaba el mazorquero, pero un chistido con entrada pomposa de otro poncho rojo rompió el cortejo del milico federal. Los hombres cuchichearon hasta  ponerse serios.
Sin más, encararon hacia el zaguán.  El mazorquero enamorado antes de perderse lanzó a Fernanda un beso grotesco, una mueca lobizona que la hizo tiritar.
Mientras, en el centro de la sala se bailaba un enorme minué federal en honor a la presencia del Restaurador y su Manuelita. Ellos, en cambio, charlaban con los peregrinos que les acercaban saludos y alabanzas.
En Barracas, Valentina se bajó del caballo gaucho. El jinete le señaló un farolito solitario, que se ondeaba a pasos de la costa brava. La rubia levantó el faldón de su vestido y entró a esquivar piedras y charcos para sumarse al derrotero de exiliados porteños en busca de tierras orientales, el hogar de su Santamaría.
En Montserrat la música y los taconeos eran tan fuertes que la llegada del coche al frente de la casona pasó desapercibido. Bajó un encapotado que se adentró con sigilo. Bajo su galera, ente patillas robustas, se dibujó un gesto recio, un suspiro resignado. El cochero se abrió paso y se perdió entre las sombras del barrio.
El encapotado deambuló con un hombro a la pared y los pasos lentos. Sus ojos se clavaron sobre una cabellera negra y crespa. En un zigzag se posó de espaldas a aquella joven, zarandeó un poco de su brazo y susurró al oído:
                —Tanto tiempo, Fernanda.
                —¿Qué hacés acá? —la joven emblanqueció espantada.
—Hija mía, volví porque es importante que me escuches —puso pecho al destrato.
                —No te acerques —balbuceó—. Sé lo de Valentina.
                Santamaría, herido por el reproche, calló. 
—Ni los federales, ni lo unitarios: me alejó tu relación oculta con mi amiga —carraspeó llorosa, apretada al pecho de aquel padre ausente, aquel falso unitario que se exilió por otras pasiones ajenas al rumbo de la patria.
Ese abrazo agridulce, mezcla de todo lo no dicho en tanto tiempo, se nubló con otro zamarreo. Fernanda vio de costado la encendida mirada punitiva de la mulata de Valentina.
                —Ser niña mala, meter a la Mazorca en su enojo —clamó la mujer al oído de la joven—. Ahora Valentina viaja en una ballenera bien lejos para ver a su amante y evitar que usted la mande a
degüellar.  
Los ojos de Fernanda explotaron de incomprensión. Apartó al tata suyo y se desesperó:
                —¿Cómo? ¿Mazorca? Es todo un malentendido. 
                —Ella rajó porque la vio al lado de un poncho rojo y temió lo peor. 
                Fernanda se restregó los ojos con nerviosismo:
                —¿Cómo que estuvo acá al lado mío? ¿No vio ella que a ese vago borracho asqueroso le huí toda la noche porque quería cortejarme? —lloró nerviosa— ¡Maldición, qué hiciste Valentina!
En ese instante, la madre de Valentina tomó la palabra ante los presentes.
                —Esta noche federal contamos con el Restaurador y su Manuelita. Por eso, pido su bendición para una noticia que nos llena de alegría: mi hija Valentina oficializa su compromiso con Andes Ruviere. Dos familias federales van a unirse para darle honor a la causa.
Un bullicio sobrevoló la sala. Peor aún cuando ingresaron por el zaguán tres soldados mazorqueros. Llevaban las frentes empapadas y las manos pegajosas, mezcla de borgoña y marrón. Uno de ellos clamó ante Juan Manuel de Rosas:
                —Los salvajes unitarios que querían rajarse están en la otra Banda, la del Otro Mundo.
—Bien hecho. Que venga entonces la niña Valentina; qué mejor bendición restauradora que ésta —tronó Rosas. 
                —¡Valentina! —llamó su madre, abanicándose de nervios y emoción.
Fernanda se desvaneció, blanca, llorosa, llena de horror. Los gritos por Valentina se multiplicaron mientras la joven caía al piso ya sin fuerzas. Las copas en alto chocaron, brindaron, derramaron vino en todo el salón. Hubo felicidad por aquel compromiso forjado en la noche donde la sangre naufragó sobre el río de la Plata.  

2 comentarios:

Ningun Records dijo...

pobre piba..

Juan Castro dijo...

Es de las pocas historias que tengo donde todo termina a los ponchazos. Pronto en papel.