1
En la noche de otoño
ladran perros. Su alarido se acopla al galope de una tropilla. De pronto, el silencio
en el barrio de San Miguel vira en patadas, vidrios rotos, gritos en nombre de
la Mazorca. Incontables puertas y persianas se enclaustran en medio de cuchicheos
nerviosos. Un gimoteo agónico estalla y se apaga solitario; la aldea porteña
calla junto a él. Luego, unos vivas
al Restaurador se pierden en la lejanía.
Entre un par de
visillos, delante de una ventana entornada, pispea la calle una niña rubia, con
gesto nublado y una nota entre sus manos. ¿En qué pensás?, se oye una voz al
fondo de la habitación ¿En qué pensás?, insiste, pero nada.
—Serás tarambana,
Valentina —se encoleriza la voz del fondo—. ¿Todavía pensás en tu amante
unitario que emigró a Montevideo? Dejalo ir. Pensá que si estuviera él acá en
Buenos Aires vendría a buscarlo la Maz... —se entrecortó al ver a su amiga
tiritar—. Ya sabés qué le pasa a los contreras, no pongas esa cara. Mirá a mi
familia: una parte acá, la otra en el Uruguay. No son tiempos para esa cara ni
esas cartas.
Ella no da lugar al
reto de su amiga Fernanda Santamaría.
Luego de pispiar la calle y ver la sombra diminuta del jineteo bravo, se
acomoda en su escritorio para retomar la nota febril. Unos trazos nerviosos
después esconde el pliego en un cajón. Lo hace con ruido, como contestándole a su
amiga, que ahora la mira incrédula y opta por acomodar la breve peineta bajo su
pelo negro y crespo.
—Tus tatas para vos
tienen planes amorosos. Todo va a ir bien —alienta Fernanda.
Valentina sólo atina
a suspirar abnegada.
Afuera, en otro
barrio, otros perros vagabundos corean el galope de la tropilla. Así, hasta el
amanecer.
2
Las primeras luces del alba se posaron
en los ojos de Valentina. Las campanas de San Miguel, llamando a misa tempranera, taladraron
hondo bajo las mechas trigo de la joven, revuelta en su lecho.
Estremecida por la falta de sueño, se sentó
frente al escritorio. Levantó la carta que había iniciado junto a los retos de
Fernanda. Con gesto triste susurró:
—Te extraño.
Permaneció inmóvil un instante, luego
entreabrió su boca y puso en palabras un recuerdo ya tallado en bronce:
—Esa tertulia en Catedral al Sud. El
día que cumplí mis dieciséis di torpe contra tu abrazo fraterno; también aquellas
perlas negras que, entre patillas robustas, miraban con deseo, cuando todavía
no sabía qué escondía el artilugio de la pasión.
Hizo una pausa, sonrojada por la
memoria, que le trajo los aromas y nervios de aquel instante.
—Ya no soy aquella niña a la que
enamoraste en silencio —habló a la ausencia de su hombre—. ¿Te acordás los
ratos, misas de la tarde, que daban propicio para nuestro nido clandestino? Ni
las mulatas chusmas, ni las espías federales dieron con nosotros. Te extraño
tanto. Tengo que llorar tu exilio en las sombras, no contarle a nadie, mostrarme
como una niña buena e ingenua. Todo porque la Federación al perseguirte truncó la
más hermosa historia que jamás soñé. A vos te persigue y a mis tatas los premia
y premia por ser fieles. Qué agridulce esta vida a dos bandas, quiero irme con
vos, reencontrarnos y estar juntos por siempre.
Se recostó sobre el escritorio, atajó
su frente entre brazos cruzados, una almohada de improviso que tornó cálida
para un nuevo brío de sueño triste que la dejó rendida.
—¡Mercé Valentina! Está misia Fernanda
Santamaría —gritó su criada desde la puerta de su habitación.
—¡Voy! —balbuceó—. Mientras, ya sabés qué hacer —susurró al levantarse del escritorio e introducir la carta en el delantal de la morena—. Que nadie se entere.
—¡Voy! —balbuceó—. Mientras, ya sabés qué hacer —susurró al levantarse del escritorio e introducir la carta en el delantal de la morena—. Que nadie se entere.
La mujer bajó la vista y rumbeó lejos.
Valentina fue a su ropero y sacó un vestido blanco de algodón, con escote
floreado y falda bordada en detalles rojos. Se ató de mala gana unas cintas del
mismo tono entre sus mechas y partió al encuentro con Fernanda.
—Estoy mejor —clamó entre abrazos al
recibirla.
—No mientas —dijo mientras caminaban al patio principal—. Esa cara la conozco.
—No mientas —dijo mientras caminaban al patio principal—. Esa cara la conozco.
Valentina se ofuscó al verse
descubierta. Agachó la cabeza y, entre pucheros, casi entró a llorar.
—¡Qué tremenda! —clamó mientras se
acomodaba su cabellera negra—. Fue el primero, pero no el último ¡Cuánto drama
por alguien que ya debe haberte olvidado allá en el exilio!
La miró ofendida, pero desmarcó
sus cejas furiosas, achicó los hombros y sonrió neutra.
—Allá afuera cuchichean mucho, ¿sabés?
“que la Rubia de la calle Federación esto y aquello” —cambió de tema Fernanda—.
¿Ya te enamoraste de ese tal Andrés Ruviere, el que tus padres buscan que sea
tu esposo?
—Ese no me importa. Yo quiero irme con
el que me hizo feliz.
—¡Qué emperrada estás!—rió, luego escuchó
los gritos de su criada, al otro lado del paredón que separaba las casas
vecinas—. Tengo que irme. Desde que mi padre Santamaría tuvo que emigrar no me
gusta dejar mucho tiempo a mi madre sola. La próxima quiero que estés a los
besos y abrazos con ese tal Andrés Ruviere; si es lindo y con plata, mejor. Siempre
vas a ser mi amiga y voy a estar acá para cuidarte —se despidió benévola y
encaró a paso rápido.
Conmovida, Valentina lloró con culpa
mientras la tarde le cayó encima.
3
El campaneo lejano que llamaba a
misa de alba en San Miguel despertó a los vecinos de la vieja aldea porteña.
Valentina, abombada de fiaca, asomó por la venta y divisó el andar de damas
floreadas y carruajes tercos. En eso entró doña Elvira, su madre, quien apuró:
—Ponete presentable, que salimos para
la iglesia. El joven Andrés ira con su tata.
Valentina marchó por los veredones del
brazo de su madre cabizbaja, para evitar muecas y reojos al arrastrar derrotado
su faldón rosa. Su rostro de ángel herido no desanimó a los mirones ni a las
damitas revestidas de malicia.
El cura hiló cantos santos a Cristo y la
Federación. Valentina navegó en su mente revoltosa aguas adentro del Plata,
hasta el rostro de su unitario, el imposible en toda esa Pampa restauradora. No
obstante, la imaginación le naufragó cuando una ola ensordecedora arreció sus
leves velas de viaje. “Los malsanos exiliados tarde o temprano tendrán su
merecido”, deshilachó sus pulmones el viejo párroco.
Valentina tiritó ante la tropilla de
fantasmas que se colaron a su alrededor, invisibles al público que rellenaba la
iglesia. Luego, el cuchicheo de almas que partían del templo la serenó. La
vuelta a casa fue silenciosa. De lejos cambió miradas con su amiga Fernanda,
envuelta en familiares y milicianos. Otra vez enclenque, quiso que los mechones
rubios sueltos ocultaran su rostro lloroso.
—Al final este Andrés y su tata ni
aparecieron, pero vos no te desanimes, vamos a hablar con ellos hasta
convencerlos. Ustedes dos se tienen que casar, tienen que ser la pareja de la Federación
—susurró la madre enjuta y ofendida.
4
Una semana más tarde, en pleno
atardecer, Valentina tomaba chocolate caliente ensimismada en lo de Fernanda
cuando creyó oír:
—El joven Andrés y su familia pronto
se van a dar cuenta que sos la Rubia de la calle Federación.
La joven ni se inmutó, con la vista
fija en su taza.
—¡Bajá a esta tierra, volvé de la
Banda Oriental! —regañó Fernanda.
Valentina se disculpó mientras las
lagrimas le brotaban lentas, inocultables. Cayeron sobre la falda bordó y
oscurecieron aún más el colorado restaurador de aquella vestimenta que le iba
tan al cuerpo, tal esplendida la figura, ahora arqueada en penas.
En ese instante, oyeron el
trajinar de una carreta que se aquietó al pie del zaguán. Hubo unas cortesías
entre el jinete y la criada. El andar lento y estruendoso retomó y frenó en
otras casas del barrio.
¡Desde Montevideo, del señor Santamaría!,
gritó la mujer, a quien la madre de Fernanda reprendió a sopapos. No andes
voceando esas cosas, ¡qué te tengo dicho!
Fernanda y Valentina corrieron
hasta ella y le quitaron de las manos la cajuela que llevaba. Abrieron y se
esparcieron un montón de notas y algunos libros.
La madre agarró la caja con
desgano y cierto enojo. Valentina miró de reojo a Fernanda y las dejó compartir
a solas aquel momento familiar.
Ella, por su parte, animó el paso sobre
Federación hasta el zaguán hogareño, donde la esperaba su mulata, con gesto
cómplice. La criada le dio un fuerte abrazo y Valentina, entendiendo la jugada,
tomó un sobre de su delantal con disimulo.
Ya en su habitación, Valentina se desplomó
sobre la cama. Levantó nerviosa el papel y leyó, mientras la cara se le hacía
un reguero de lágrimas. Hizo un bollo el papel, se acurrucó en silencio y luego
quedó vencida por la angustia:
—¿Por qué no querés que me vaya
con vos, Santamaría mío?
5
Al mediodía siguiente, por Federación
los taconeos de Fernanda se sintieron intensos al ingresar por el zaguán de
Valentina. La joven se escabulló en la habitación de su amiga. Sin querer, una
nota arrugada llamó su atención.
Valentina despertó de un sueño
pesado, irreverente. Al levantarse asomó ante ella una sombra que le infundió
terror. Hubo un rápido movimiento y su rostro se hizo a un lado. Una cachetada
sonora, precisa, había enrojecido su rostro pálido.
—¿Qué hacés?
—¡Encima me preguntas, traidora!
—¡Encima me preguntas, traidora!
Los ojos de ambas ardían en
llantos. Fernanda agitó la carta delatora.
—¡Así que eras vos, siempre fuiste
vos!
—Por favor no te enojes, me tenés que entender.
—¡Al final vos eras la amante de mi padre! Lo único que importa es que tenés la culpa de que haya emigrado ¡Jamás tuviste el valor de decírmelo!—dijo entre bocanadas nerviosas.
—¡Estás loca! Si él se marchó por Rosas, los unitarios y qué sé yo qué más.
—Eso es lo que dijimos con mi madre a los demás, pero no —languideció.
—Por favor no te enojes, me tenés que entender.
—¡Al final vos eras la amante de mi padre! Lo único que importa es que tenés la culpa de que haya emigrado ¡Jamás tuviste el valor de decírmelo!—dijo entre bocanadas nerviosas.
—¡Estás loca! Si él se marchó por Rosas, los unitarios y qué sé yo qué más.
—Eso es lo que dijimos con mi madre a los demás, pero no —languideció.
La rubia se encogió de hombros.
—¿No te preguntaste por qué si la Federación
lo perseguía se fue él solo y no su familia, que podíamos ser víctimas de la Mazorca?
Cuando mi madre se enteró que él la engañaba, no llegó a saber con quién, le
dijo que si se quedaba en la ciudad ella misma iba a mandársela. Él entendió
que no era broma.
Valentina menguó los ojos, lloró
en silencio boquiabierta. Por impulso, sinrazón y vergüenza, intentó abrazar a
Fernanda.
—¡Salí, miserable! No te acerques — la empujó a un costado—. Más te vale que hagas como él. Más te vale, por el bien de tu familia. Si no, voy a ir con el mismo Rosas a pedirle que cuelgue la cabeza de Rubia de la calle Federación en la Plaza de la Victoria.
—¡Salí, miserable! No te acerques — la empujó a un costado—. Más te vale que hagas como él. Más te vale, por el bien de tu familia. Si no, voy a ir con el mismo Rosas a pedirle que cuelgue la cabeza de Rubia de la calle Federación en la Plaza de la Victoria.
Luego de un portazo furioso, el
silencio y la angustia invadieron todo alrededor de Valentina.
6
—¿En serio tengo
que ir? —tiritó la joven Valentina aquel sábado a la noche frente al espejo, a
un lado su mulata trenzándole el pelo, al otro su madre emprolijándole un
vestido rojo candente—. Me duele la cabeza, la panza, también la espalda y me agobian
los mareos.
—Sí. Hoy en lo de los Rivera va a estar Andrés y su familia. Hija mía, es la chance perfecta para apalabrar compromisos. Yo sé que van a decir que sí apenas te vean sonreír. Así que cambiá la cara. No lo arruines.
—Sí. Hoy en lo de los Rivera va a estar Andrés y su familia. Hija mía, es la chance perfecta para apalabrar compromisos. Yo sé que van a decir que sí apenas te vean sonreír. Así que cambiá la cara. No lo arruines.
El reto y sus palabras hicieron
palidecer a Valentina. Con los últimos tironeos de corsé tuvo que pestañear mucho,
para no dejar caer lágrimas, remanentes de las horas tristes que le aquejaban.
En plena calle se oían perros y
carruajes, la mayoría rumbo al Bajo, otros tantos a Palermo. Ella y su madre,
en cambio, fueron, con ayuda de su criada, al barrio federal de Montserrat. Sobre
México, casi Salta, estaba el caserón de la familia Rivera.
Al fondo del zaguán se abría la
sala principal, ancha, abarrotado de trajes, barbas tupidas a la usanza federal
y peinetas; concurrido en bullicio, vino y un aura rojo punzó a tono con el
vestido de la alicaída Valentina.
—Niña, vaya a distraerse con sus
amiguitas —refunfuñó su madre—. Yo me encargo de ir en busca de su prometido
tarambana.
Valentina quedó sola en medio de
la muchedumbre, temerosa de dar con Fernanda. En un momento estallaron a su
alrededor unos vivas y aplausos: hacían
su entrada triunfal el Restaurador de las Leyes, Juan Manuel de Rosas, que
llevaba del brazo a su hija Manuelita.
Un vistazo de más y el mismo Rosas
y familia iban a saltarle encima, dramatizó la rubia en sus pensamientos.
Tanteó unos pasos perdidos y sin querer se chocó a alguien. Al darse vuelta con
espanto, suspiró aliviada. Era sólo un criado de los Rivera. Le regaló su
primera risita nerviosa de la noche y se alejó hasta el patio.
Allí, con el íntimo claroscuro de unos
faroles, respiró serena. Escondida en la negrura vio un andar firme entre las
gentes de la sala principal que la hizo palidecer: Fernanda, con un aura de
enojo incontenible, las cejas arqueadas, las palabras apretadas entre dientes,
daba golpecitos en el pecho rojo de un muchacho mazorquero.
—¡La Mazorca viene por mí, eran
ciertas sus amenazas! —balbuceó llorosa mientras se llevaba las manos su boca
para atajar el grito desolado.
7
Valentina caminó rápido, con la
vista baja, hasta el zaguán. Ya sobre el veredón buscó algún rostro amigo. En
una esquina lateral había una pulpería, desde cuyo umbral asomaba su mulata,
que aguardaba por ella y su madre para la vuelta. Sin musitar, levantó un poco el
vestido y apuró el paso.
Los alaridos de fondo, las
cabalgatas ruidosas e invisibles fueron el viento en contra que tuvo que atravesar
hasta llegar al pie de la pulpería atiborrada de gauchos y morenos.
—Valentina, ¿por qué tan pálida?
—No importa. Bueno, sí —se pisaba en cada titubeo—. Tengo que irme a la Banda Oriental. Ya.
La mujer meditó por un instante y luego la llevó del brazo hasta un recoveco de sombras.
—Mercé, a usted la tuve en brazos cuando niña. Jamás ha salido con algo así.
—Es repentino, y hasta suena a capricho, pero va a venir por mí la Mazorca.
La mulata se desencajó, pero, cauta, guardó silencio para que la joven se repusiera del llanto que manaba de sus ojos marchitos.
—Vos sabías lo mío y lo del señor Santamaría.
—Ahá, hasta que se exilió por unitario.
—Era mentira. Su mujer lo desterró por despecho. Y por mi culpa. Ahora, su hija, mi amiga Fernanda, dijo que me mandará a los mazorqueros si no me voy. Todo salió tan mal— se desparramó en el hombro de la mulata.
—Valentina, ¿por qué tan pálida?
—No importa. Bueno, sí —se pisaba en cada titubeo—. Tengo que irme a la Banda Oriental. Ya.
La mujer meditó por un instante y luego la llevó del brazo hasta un recoveco de sombras.
—Mercé, a usted la tuve en brazos cuando niña. Jamás ha salido con algo así.
—Es repentino, y hasta suena a capricho, pero va a venir por mí la Mazorca.
La mulata se desencajó, pero, cauta, guardó silencio para que la joven se repusiera del llanto que manaba de sus ojos marchitos.
—Vos sabías lo mío y lo del señor Santamaría.
—Ahá, hasta que se exilió por unitario.
—Era mentira. Su mujer lo desterró por despecho. Y por mi culpa. Ahora, su hija, mi amiga Fernanda, dijo que me mandará a los mazorqueros si no me voy. Todo salió tan mal— se desparramó en el hombro de la mulata.
Las dos se
abrazaron. La mujer la hizo a un lado y entró a la pulpería. Valentina quedó en
su remordimiento reposada sobre el muro encalado de la esquina.
Tardó su rato la criada, pero al
volver un rostro esplendido le dio ánimos a la joven:
—Está de suerte: hoy unos clandestinos se iban a rajar en una ballenera desde Barracas. Un gaucho amigo la va a dejar a medio camino. Marche rápido. Ha sido un placer enorme servir a usted.
—Está de suerte: hoy unos clandestinos se iban a rajar en una ballenera desde Barracas. Un gaucho amigo la va a dejar a medio camino. Marche rápido. Ha sido un placer enorme servir a usted.
Las breves palabras en tono a
despedida le hicieron sentir a Valentina el peso de este exilio inesperado; ya
dejaba de ser la Rubia de la calle Federación.
El gaucho salió de la pulpería y
desató su caballo con una calma fúnebre. Luego de pifiar un par de nudos, se
subió con gracia de mamado y en silencio le tendió una mano a Valentina, que
trepó con arácnida resignación.
El galope ronco ocultó los
sollozos de las mujeres, que no hicieron la vista atrás.
Al bajar por la Santa Lucia,
camino a la Calle Larga de Barracas, esquivó un coche que iba a fondo. El
gaucho cambió insultos con el conductor y luego siguieron en la penumbra.
El coche, luego de peripecias en
caminos rotos, encaró al barrio de Montserrat.
8
Fernanda iba de un lado al otro en
lo de los Rivera y a su sombra marchaba el mazorquero, pero un chistido con
entrada pomposa de otro poncho rojo rompió el cortejo del milico federal. Los
hombres cuchichearon hasta ponerse serios.
Sin más, encararon hacia el
zaguán. El mazorquero enamorado antes de
perderse lanzó a Fernanda un beso grotesco, una mueca lobizona que la hizo tiritar.
Mientras, en el centro de la sala
se bailaba un enorme minué federal en honor a la presencia del Restaurador y su
Manuelita. Ellos, en cambio, charlaban con los peregrinos que les acercaban saludos
y alabanzas.
En Barracas, Valentina se bajó del
caballo gaucho. El jinete le señaló un farolito solitario, que se ondeaba a
pasos de la costa brava. La rubia levantó el faldón de su vestido y entró a esquivar
piedras y charcos para sumarse al derrotero de exiliados porteños en busca de
tierras orientales, el hogar de su Santamaría.
En Montserrat la música y los
taconeos eran tan fuertes que la llegada del coche al frente de la casona pasó
desapercibido. Bajó un encapotado que se adentró con sigilo. Bajo su galera,
ente patillas robustas, se dibujó un gesto recio, un suspiro resignado. El
cochero se abrió paso y se perdió entre las sombras del barrio.
El encapotado deambuló con un
hombro a la pared y los pasos lentos. Sus ojos se clavaron sobre una cabellera
negra y crespa. En un zigzag se posó de espaldas a aquella joven, zarandeó un
poco de su brazo y susurró al oído:
—Tanto tiempo, Fernanda.
—¿Qué hacés acá? —la joven emblanqueció espantada.
—Tanto tiempo, Fernanda.
—¿Qué hacés acá? —la joven emblanqueció espantada.
—Hija mía, volví porque es
importante que me escuches —puso pecho al destrato.
—No te acerques —balbuceó—. Sé lo de Valentina.
Santamaría, herido por el reproche, calló.
—No te acerques —balbuceó—. Sé lo de Valentina.
Santamaría, herido por el reproche, calló.
—Ni los federales, ni lo unitarios:
me alejó tu relación oculta con mi amiga —carraspeó llorosa, apretada al pecho
de aquel padre ausente, aquel falso unitario que se exilió por otras pasiones ajenas
al rumbo de la patria.
Ese abrazo agridulce, mezcla de
todo lo no dicho en tanto tiempo, se nubló con otro zamarreo. Fernanda vio de costado la encendida mirada
punitiva de la mulata de Valentina.
—Ser niña mala, meter a la Mazorca en su enojo —clamó la mujer al oído de la joven—. Ahora Valentina viaja en una ballenera bien lejos para ver a su amante y evitar que usted la mande a degüellar.
—Ser niña mala, meter a la Mazorca en su enojo —clamó la mujer al oído de la joven—. Ahora Valentina viaja en una ballenera bien lejos para ver a su amante y evitar que usted la mande a degüellar.
Los ojos de Fernanda explotaron de
incomprensión. Apartó al tata suyo y se desesperó:
—¿Cómo? ¿Mazorca? Es todo un malentendido.
—Ella rajó porque la vio al lado de un poncho rojo y temió lo peor.
Fernanda se restregó los ojos con nerviosismo:
—¿Cómo que estuvo acá al lado mío? ¿No vio ella que a ese vago borracho asqueroso le huí toda la noche porque quería cortejarme? —lloró nerviosa— ¡Maldición, qué hiciste Valentina!
—¿Cómo? ¿Mazorca? Es todo un malentendido.
—Ella rajó porque la vio al lado de un poncho rojo y temió lo peor.
Fernanda se restregó los ojos con nerviosismo:
—¿Cómo que estuvo acá al lado mío? ¿No vio ella que a ese vago borracho asqueroso le huí toda la noche porque quería cortejarme? —lloró nerviosa— ¡Maldición, qué hiciste Valentina!
En ese instante, la madre de Valentina
tomó la palabra ante los presentes.
—Esta noche federal contamos con el Restaurador y su Manuelita. Por eso, pido su bendición para una noticia que nos llena de alegría: mi hija Valentina oficializa su compromiso con Andes Ruviere. Dos familias federales van a unirse para darle honor a la causa.
—Esta noche federal contamos con el Restaurador y su Manuelita. Por eso, pido su bendición para una noticia que nos llena de alegría: mi hija Valentina oficializa su compromiso con Andes Ruviere. Dos familias federales van a unirse para darle honor a la causa.
Un bullicio sobrevoló la sala.
Peor aún cuando ingresaron por el zaguán tres soldados mazorqueros. Llevaban las
frentes empapadas y las manos pegajosas, mezcla de borgoña y marrón. Uno de
ellos clamó ante Juan Manuel de Rosas:
—Los salvajes unitarios que querían rajarse están en la otra Banda, la del Otro Mundo.
—Los salvajes unitarios que querían rajarse están en la otra Banda, la del Otro Mundo.
—Bien hecho. Que venga entonces la
niña Valentina; qué mejor bendición restauradora que ésta —tronó Rosas.
—¡Valentina! —llamó su madre, abanicándose de nervios y emoción.
—¡Valentina! —llamó su madre, abanicándose de nervios y emoción.
Fernanda se desvaneció, blanca,
llorosa, llena de horror. Los gritos
por Valentina se multiplicaron mientras la joven caía al piso ya sin fuerzas. Las
copas en alto chocaron, brindaron, derramaron vino en todo el salón. Hubo felicidad
por aquel compromiso forjado en la noche donde la sangre naufragó sobre el río
de la Plata.
2 comentarios:
pobre piba..
Es de las pocas historias que tengo donde todo termina a los ponchazos. Pronto en papel.
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