La noche y el fulgor a sus espaldas, la batalla en el cuerpo
entre heridas y cansancio. Nada serenó a Sir Robert McCain. El caballero galopó
las tierras altas, perfumadas de oleaje marino, apurado en anunciar que ese era
un amanecer de victoria. Entre crines despeinadas por el viento, la visual le dibujó
rocas firmes escalando lo alto del cielo, coronadas en torrecillas y columnas
de castillo ancestral.
Llegado a destino, el brillo del peto y casco de su armadura
ensombrecieron bajo el arco de la entrada ancha. Los recovecos lodosos y
empedrados lo llevaron entre cortesanos y súbditos. Un montón de rostros
pasmados se le hicieron a un lado. Ahora que el fuego de la guerra no pudo con
él, su rumbo iba a lo más alto de la fortaleza, la sala donde habría de declararse.
Un repiqueteo insinuó ansiedad y empeño sobre la portilla
que tosca y misteriosa guardaba silencio. Al otro lado, Entre las sábanas del
lecho que ocupaba buena parte de la habitación una, dos y muchas vueltas más hubo
hasta que emergió un titubeo dorado que envolvía una silueta de curvas largas y
pasos firmes.
El barullo inundó el lugar hasta que un suspiro femenino dio
lugar al sacudón, la puerta era bien rústica, aunque para la bella dama así iba
bien. Entonces, sus ojos verdes como campos y valles recorrieron exaltados el acero
del hombre que vino de muy lejos para cautivarla.
—Lady Nathaira,
cumplí lo prometido en nombre de su amor. La guerra terminó y es vuestra corona
la que alza las banderas de la victoria.
—Oh,
caballero, gustoso lo oirá mi padre, con quién apalabró el asunto —susurró
errante.
—Es que la fuerza de mi corazón
me ha llevado primero a sus brazos en busca de una respuesta, la única que
habré de soportar.
—Me conmueve, Sir —sonó afectada al
palmear las hombreras roídas por fuego y sangre—, pero tamaña noticia no puede
no ser dicha primero a mi padre, el señor de este casillo y reino.
—Pero en realidad…
—No, no deshonre nuestra casta,
por lo que más quiera —le señaló el fondo del pasillo–. Vayále a anoticiar.
Además, por el afecto de sus palabras, déjeme decirle que, de seguir así, usted
en vez de empecinar su acero y promesas en una damisela como yo debe llevar aún
más lejos sus conquistas; su nombre no puede no oírse en todos los reinos —y de
a empujoncitos acomodó las mechas revueltas de McCain—. Oh, sus palabras han me
han alegrado el día. En la cena brindaré por eso. Hasta entonces —suspiró
engalanada antes de puertear.
El caballero, de hombros caídos, confundido, se perdió entre
recovecos, ensombrecido por la duda y el destrato. Lady Nathaira se desplomó de
espaldas a la puerta. Clavó la mirada en la ventana, para despejar el momento. Entonces,
del aparador contiguo a su cama oyó un repiqueteo llamador. Se ha ido, sal, que
vas a ahogarte belleza mía, deslizó calma otra vez la dama y acurrucó entre
besos y abrazos a su gitanita hasta quedar las dos bajo las sábanas como antes
de la llegada de McCain.
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