—Mmm, bah, emm… —se desorientaba
cada vez más la joven mientras hacía malabares entre su cartera abierta, la
guía y el celular que no paraba de sonar.
—La de recién era Lavalleja
—sonrió el anciano sentado al lado suyo.
—Gracias —amainó arisca,
pendiente de enojarse al no encontrar su rumbo en las callecitas de papel.
—Y hasta la Chacarita quedará
cosa de cuatro o cinco paradas —y frenó en seco para no empalagar la cortesía.
—Ahí me ubiqué, bajo una antes —acotó
en voz amable y señaló un cruce en la guía.
—Yo le aviso, no se preocupe —prometió
y luego de un instante, ya en confianza, atinó—. Me fui hace mucho. Córdoba es lejos.
Muy. Qué cambiado este barrio —lanzó sin apartar la vista de la ventanilla—. Mis
nietos son hermosos, viera usted señorita, con mi esposa nos vaciamos pavas y
pavas los domingos a la tarde mientras ellos juegan en la vereda. Acá pasaba lo
mismo, hace tiempo —suspiró una pausa, reconstruyó coordenadas, reacomodó en su
mente ranchos y volteó del cielo las torres lujosas que tapan las nubes—. Hará
cosa de pocos, poquitos años, yo era joven —se rió de su ocurrencia y miró por
primera vez a la chica—. El club, los viejos jetonenado al truco, los pibes
peloteando, las películas de Manzi, zaguanes, bandoneón y la radio los días de
partido; de eso estábamos hechos.
—Mis abuelos también me contaban
historias así —se sonrió aniñada mientras apagaba el teléfono.
—Volví por trámites, pero me hice
tiempo a caminar por Santa Fe. Estaba ahí, otra vez, yo frente al colectivo que
me solía tomar. La mano sola lo paró. A duras penas llegué con las monedas: no
sé si querían cobrarme boleto o consumición —bromeó pícaro—. Por un instante,
estuvo todo como ayer —entrecerró los ojos—. Es una historia que empezó hace
años y volvió a mi recuerdo —soltó como hablándole a alguien más.
—Entonces cuente, no me deje con
la intriga, total falta —se relajó ella.
—Por acá nomás vivía una novia
mía, la tana más hermosa que hubo y habrá. Yo estaba en una pensión, en la otra
punta de la ciudad. Gracias al tráfico me hice lector arriba de esta línea de
colectivos, imagínese lo que era venir a verla —largó una carcajada leve pero
intensa.
—Era bonita, supongo —acompañó
ella.
—Aún hoy lo es, aunque el barrio
ya no sea el mismo, aunque nos pasó por encima el tiempo y la distancia; aunque
sea largo el camino para volver a sus calles —se entrecortó, meditó un instante
y abrió de golpe los ojos—. ¡Nena, acá es su parada, acá se tiene que bajar!
—Uh, ¡Qué oportuno! Es como
prender un pucho en la parada. Una lástima, se había puesto interesante. Ojalá
hayan sido felices cuando estuvieron juntos —se encogió de hombros mientras
avanzaba el pasillo apretujada por el gentío.
—Así fue, ¿sabe por qué señorita?
Ella siempre me decía: “Los recuerdos son como los buenos sombreros: si uno se
los pone en la cabeza y lo hacen más lindo; es porque todo valió la pena”.
Después me besaba, caminábamos, reíamos. Así ocurrió, así me enseñó a ser feliz
—y se despidió con un ondear suave en la mano que llevaba libre.
—Chau —pronunció ella con la
intención de decir otra cosa, sorprendida aún por la frase—. Eso siempre decía…
—pero no terminó, empujada por la muchedumbre quedó sobre el cordón de la
vereda; entonces vio a trasluz de la puerta del colectivo, escondido en la otra
mano, el ramo de flores turquesa que llevaba el anciano, que hacía juego con sus
pupilas húmedas y efusivas, a punto de perderse entre el revoltijo urbano que
emprendía marcha con la luz verde del semáforo—. Ahora que se vuelven a
encontrar —susurró al fin la joven, menos atónita que alegre—, saludá a abu
Fiorella, la tana con los sombreros más hermosos que hubo y habrá.
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