2016/05/19

Mi tío el vasco: un gaucho en Zanella

Oscar Harosteguy de chico sintió que la cima del mundo estaba a lomo de caballo, en plena pampa. Aquel vasquito hizo sus manos fuertes con los trabajos camperos. Entendió que era grande cuando el bigote le cuadraba armónico a sus primeras arrugas y la tez tostada por los soles largos. Al caer la tarde y los jornales, se enredó en las chinas y esas cosas del folclore.
Del primer casamiento nacieron su hijo policía fletero y la nena Miss Valeria Massa. Tras un divorcio vía Uruguay, llegó la vida con Cristina, la china que aún en estos días le tiene paciencia. El vasco armó nido nuevo entre las hectáreas del patrón de turno y crió a su tercera hija a la sombra de un molino. Cuando no arriaba caballos o explotaba en rabietas de campo, se daba los buenos gustos como el vino rico, el churrasco grasoso y tierno, los zapatos lustrados, los puchos fuertes.
Con los años se volvió un centauro de baja cilindrada, un renegado de medianera; siempre áspero, a veces campechano, a veces estanciero cruel. Dejó el verde pampeano por el patio trasero de la suegra, a unas cuadras del centro mercedino. Levantó una casa propia con chiches modernos. Cambió los caballos del patrón por arreglar motos de vecinos. El sol citadino le voló el pelo, pero se tapó con una boina negra y siguió sin más.
Después largó el tallercito y las dos ruedas para vigilar el paso del tren carguero. En el mientras tanto le diagnosticaron un cáncer, pero, tosco como es, no dio importancia. Cuando lo echaron de la vía, a sus sesentaytantos, la idea de estar quieto, inactivo, larva, le disparó el viejo diagnóstico. Aunque la enfermedad descuidada le anidó fuerte, quedó atado a esta vida con una mecha corta de intestino sano. La familia luego lo arrió hasta la puerta de rayos y quimio, a pesar de los toreos y puteadas vascas.
Hoy, el universo que lo rodea conspira para que su palabra aún truene como eco de caudillo bravo. Una noche como tantas, en la sobremesa de pollo hervido cuenta chistes de Landriscina. Dice que él y Perón son lo más grande. Lo miran nietos, yernos, cuñados, sobrinos. Aunque haya cuentas pendientes, cosas no dichas, la calma de tenerlo con vida alimenta la risa cómplice. De día, perros y gatos de su reino respetan su voluntad. No dormir adentro, no robarse la cena, jamás torearlo. La naturaleza aún se doblega, o así lo actúa, ante su furor. Esa es ahora su nueva cima del mundo. 

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