2015/07/09

Día de la Independencia

El jurisconsulto viajaba incomodo en ese carro. Iba apretado por la concurrencia de otros hombres de ley. Estaba con sueño y, sobre todo, con una urgente hinchazón panza abajo que lo mal traía desde la aldea porteña.
De tanto en tanto, los otros hombres de sacón y corbata floreada le pasaban pliegos, repasaban normas y coyunturas. El jurisconsulto decía sí a todo y miraba por la ventanilla. Si andaba con suerte, pispiaba mulatas que iban y venían entre callejas con bolsos y comida. Se lucían esplendidas y serviciales. Las mejores ocasiones, con temblores y restregadas de manos, eran frente a zaguanes y patios con damitas bellas y producidas que mareaban al jurisconsulto.
                Aquel amanecer de julio estaban ya a pocas leguas de su destino. El jurisconsulto oía proclamas porteñas de independencia, de libertad, de pueblo, pero seguía en otro mundo, inquieto, muy turbado.
                El júbilo de sus colegas duró hasta la llegada, algo tarde, al zaguán tucumano donde estaban puestas todas las miradas. Estacionó el coche frente a una casucha blanca, con puerta de madera ancha y muchos patios y salones internos. Era de una familia respingada, que la había prestado para aquella deliberación interminable de abogados, representantes y todo tipo de consejeros.
                Bajaron del coche, que siguió su marcha. Sin tiempo a desperezarse, se les vino encima una turba con hambre de respuestas. Los hombres se excusaron, dijeron no tener novedades. Ni del Cabildo, ni de España. Nada.
Como un desahogo de tensiones, el jurisconsulto entró a delirar frases patrias ante el gentío. Arengaba sobre todo a las damitas de su alrededor. Habló de día histórico, habló de héroes del Río de la Plata y tantas otras cosas que sumó de acuerdo al calibre del público presente.
                Sus colegas, un poco avergonzados, entraron en la casa tucumana a ver qué tal la gritería de allá adentro. El jurisconsulto prefirió tomarse un respiro. Se secaba la frente con un pañuelo cuando vibró ante una perfumada presencia que lo rodeó.
                —¿En serio va a pasar todo eso hoy? —dijo con gesto curioso una muchachita bronceada con una melena castaña, con un vestido blanco de largo escote y chucherías azules sobre la falda.
                —Sí, claro, eso y mucho más —titubeó el hombre, tenso por no perder la compostura y mirar a la joven con deseo febril.

—Está usted exhausto, pobre —se abanicaba inquieta—. Entre el viaje y las hermosas palabras que nos dedicó, quedó hecho polvo. Venga a tomar un refresco en casa de mis tatas.
                Él trago saliva, se serenó, entreabrió los ojos rápido, desprolijo. Afirmó con la cabeza. Ella hirvió de felicidad, lo zamarreó con esperpento y anduvieron la calleja de polvo un largo trecho hasta el caserón de la joven. 
                El jurisconsulto sentía latido a latido el paso de los segundos eternos en aquel lugar enorme y solitario. Las rodillas le temblaban, chorreaba frío por la frente, pensaba mil veces cada palabra antes de hablar; miraba de costado.
                La anfitriona entreabrió algunos cuartos y se paseó con gesto relajado por los patios.
                —Están afuera mis tatas. Y yo que los quería presentar —entristeció.
                —No se haga problema, si es por mi —tembló el jurisconsulto, ya pálido, sin animarse a verla directo a los ojos.
                —No, cómo que no. Es una falta de respeto. Voy corriendo y los traigo así lo podemos agasajar como se merece —clamó mientras sus taconeos se perdían por el zaguán—. Wawa te trae el refresco.
                El hombre se desinfló. Suspiró aliviado. Se recostó en una silla del salón principal. Ya no tenía ese panorama esplendido ante sí para arder en nervios.
                Salió con paso desinteresado a uno de los patios. Respiró hondo, se embelesó con los malvones y los jazmines de aquel lugar primoroso, lleno de luz y quietud. Entró a hablar en voz alta, con la mente puesta en la charla de los Representantes en la casita. Y sí, hoy se va a dar, claro que sí, repetía mientas curioseaba entre las puertas laterales del lugar.
                En ese curiosear pispió por la hendija de un rancho bien al fondo y la turbación lo agarró del cogote.
                Abrió bien los ojos al ver la silueta morena a medio vestir recostada sobre un catre terso.
Nervioso, avergonzado hizo ruido con la puerta y despertó a la joven mulata. Al advertir la sorpresa de la muchacha, que se tapó el cuerpo esbelto por instinto, el jurisconsulto atinó a balbucear:
                —¡Wawa!
                —Wawa —acotó ella con voz embelesa—. ¿Y usted?
                —Permítame que me presente —encomendó su suerte con voz firme y musical mientras entraba a la alcoba y revoleaba el sacón.
                Una explosión de nervios, nudos en la espalda y calores se le vinieron encima a la Wawa. Ella respondió como un lince, como una presa huidiza que juega con su perseguidor, pero al cabo de unos bamboleos cedió entre besos y amarres.
                El jurisconsulto estaba pleno. El sudor tibio le corría por la frente colorada. Era una garúa hostil, pero liberadora. La Wawa lo sujetaba de la nuca, no había escapatoria. Era un viaje hasta el final.
                Y sin embargo, a poco de las cosquillas últimas, unos tiros lejanos desdibujaron aquel festín. Wawa abrió bien grandes los ojos, soltó con estrepito la nuca hirviente. Los dos se miraron, se alejaron. Más tiros y entraron a tiritar. Luego estallaron los gritos, los vivas, la alegría en masa.
                —¡Somos libres, hay Independencia para las Provincias Unidas! —aulló una voz cercana.
                Y tantas otras se encomendaron a ese mismo rezo.
                Wawa empujó a un costado al jurisconsulto. Los ojos le brillaron, una risa inmensa le dio vitalidad. Tomó su vestido y salió a las corridas por el patio.
                —Somos libres, ¡viva la Independencia!
                Boquiabierto, todavía en viaje, el jurisconsulto se agarró la cabeza, se tiró del pelo, abrió la boca enorme mientras se ponía de pie con los calzones bajos.
                —Somos libres, ¡puta madre, justo ahora somos libres! ¡Viva la patria, carajo! —gimoteó mientras una cosquillita panza abajo le liberaba toda la inquietud que acumulaba desde el comienzo de su tenso viaje independentista.

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