2015/06/07

Los Restauradores de Barracas

Ya está disponible la novela-fanzine "Los Restauradores de Barracas", sobre la prensa en la época de Juan Manuel de Rosas. Acá un adelanto. 


Los Restauradores de Barracas
I
El hormigueo solitario de los jinetes prensó cosquillas de polvo en las entrañas verdes de la Pampa. Con fuerzas últimas, chapotearon ciénagas y caminos destartalados. El perfume silvestre, intenso, mezcla de agua estancada con flores dulces y ramaje nuevo, fue el anticipo. Renovada aquella primavera con bríos de criollita arrogante, la ciudad de la Trinidad se contorneó en esquinas y callejas hasta la lejana serpentina del Río de la Plata.
El horizonte de la capital más austral del mundo surcaba por azoteas con tejas y balconcitos enrejados, pulperías de esquina y larguísimos muros blancos. De tanto en tanto había farolitos y portones que llevaban a zaguanes misteriosos.
La tropilla, a la cabeza un mocito agringado envuelto en una soldadesca federal, levantó polvareda en esos barrios con nombre a iglesia. Embelesados con el canturreo entremezclado de valses en pianoforte y guitarras embravecidas, desensillaron al mediodía sobre charcos y hoyuelos en la Plaza de la Victoria, que alguna vez fue Plaza Mayor a la española y ahora daba al Fuerte gubernativo y a la costa del Plata.
                Si algo importante en la historia criolla debía acontecer, ocurría en la Victoria. Mientras tanto, la vida cotidiana allí era revuelo y estridencia. Los vendedores ansiaban la vuelta al hogar con las cestas vacías y los bolsillos robustos en pesos y reales. La sagrada siesta rioplatense daba luego espacio a caminatas y saludos entre matrimonios, compadres y aparceros. Las negras lavanderas se encaminaban al bajo de Alameda, donde el río, de espaldas al Fuerte, besaba la aldea, entre piedras, cañadones y arena. 
Los jinetes desmontaron sobre una ciudad pintada en rojo y negro, como las facciones del partido federal votadas para la Casa de Representantes donde estalló la violencia entre familias porteñas. Los liberales “lomos negros” o “cismáticos” querían un nuevo partido y defendían al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Ramón Balcarce. Los “lomos rojos”, “netos” o “apostólicos” eran fieles a su antecesor, el Restaurador de las Leyes Juan Manuel de Rosas.
Desde entonces, y tras levantarse una prohibición de imprenta rosista, las calumnias y tropelías explotaban pasionales y facciosas en pasquines, gacetillas y una veintena de periódicos repartidos en seis imprentas. En pulperías, plazas y huecos se leían rimas, epístolas y peroratas. Mientras Balcarce era inútil y perjudicial al país, los apostólicos eran descarados y de moralidad perdida.  El rebusque del agravio era ancho como la Pampa. 
El qué dirán aporteñado tenía a familias de apellido y tradición bien nerviosas. Las esposas se descomponían, los hombres sulfuraban; incluso las parroquias y barrios se dividían en cismáticas o apostólicas. Hasta Rosas, en medio de su expedición al Desierto, se mostró chinchudo: “Balcarce consiente esas publicaciones con frente serena y las protege”.
En aquel clima, al ver el cuchicheo de los viajantes ese viernes 20 de septiembre de 1833 no faltó quien temiera el comienzo de un sitio, una gresca civil o algo peor.
Venimos del campamento del Río Colorado donde está el Restaurador, el gringo es naturista, amigo de Rosas, con él hicimos toda la Pampa a caballo y no nos degüellaron, bramaron festivos los jinetes ante las miradas desquiciadas y charlatanas.
Se acercaron hasta un tumulto de camperos y vendedores. Entre ellos jugaban Monte un pardo flacucho y risueño, un gaucho regordete que hacía diligencias y un mocito despistado; ninguno pasaba los diecisiete años. Mientras giraban una botella de caña, barajaban los naipes agrietados por el vicio sobre un poncho en el suelo. A su alrededor, payadores entonaban cielitos.
El mocito de chaleco claro se llamaba Manuel Callejas. Le decían el Lucerito, porque repartía periódicos del napolitano Pedro de Angelis, como El Lucero hasta su cierre y ahora El Restaurador de las Leyes. Era huérfano, alto y desgarbado, tez trigo. Bajo su melena castaña arremolinada dejó ver un par de ojos carbón que hicieron chispa con los recién llegados:
—¡Cayó una tropilla federal!
El trío dejó de barajar.
—Goodmornig, gauchos —dijo el rubión—. Soy Charles Darwin, pero pueden decirme doctor Carlos, así dice mi pasaporte —sonrió y mostró una papeleta que Manuel leyó de ojito.
—¿Así que estuvieron con Rosas en el Colorado? —exclamó Manuel efusivo—. Se hicieron toda la Pampa a galope, ¡largo viaje!
—Ya quisieras estar ahí, Lucerito. Como secretario de Rosas, lo que siempre soñaste —rió el pardo Celestino del Sud.
            —El expósito hincha mucho con eso —se quejó Colmillo E'Palo, el gaucho regordete.
            —A falta e'familia y cuna, güeno es vivir para causa e'la patria —acotó Manuel.
—¡Viva Rosas! ¡Mueran los cismáticos decembristas! —se contagiaron los otros gauchos.
Los payadores, medio entonados, trinaron:
Vivid D. Juan Manuel, vivid seguro,
que Marte, Apolo, Astrea, y Eurosina
consignarán en bronce a lo futuro
vuestros hechos, virtudes y doctrina.
                Arrimada la tropilla federal, Celestino barajó rápido, repartió sobre el poncho y el naturista levantó su partida.
            —¿Y Rosas? —curioseó Manuel, que tenía los naipes al alcance de tramposos y carteados.
He's been amable, pero serio, with no sonrisa. Brava expedición contra el indio.
—Se extraña a Rosas, eh, ahora que está en el Desierto, al otro lado de la Pampa. Las familias e'respingados están achuchados con los chismes d'los periódicos —dijo Colmillo E'Palo.
El silencio abrumó la partida. Celestino miraba de reojo a Manuel, que ojeaba los naipes de Colmillo, quien cogoteaba a Darwin, que tenía sus barajas evidentes. La tensión se hizo imbancable cuando un pequeño tumulto los rodeó para ver cómo salía ese partido de Monte.
—¡Balcarce y sus devaneos! —bufó Colmillo—. Desde abril que los negros pillados con las cartas en la mano reciben veinticinco azotes. ¡Mirame ahora, gobernador!
—Los milicos te van a llevar por fiero; si ni carnaval el miércoles de ceniza se podía jugar este año que te enjaulaban —cargó Celestino—. ¡Miralo al dotor!
            —Muy bien, Carlos —dijo un cobrizo de la tropilla federal al ver cómo Darwin estaba por ganar la partida—. Le quisieron pelar la chaucha y les salió mal.
¡Qué pasa ahí!, se oyó con furia y entre jugadores y mirones rompieron el círculo de timba para largar parado al vigilante que se acercaba hosco y arrogante.
                El alboroto disparó nubes de polvo entre gritos de Federación o muerte y otras arengas que contagiaron a vendedores y negras de la Recova. Lo frentes de tiendas, almacenes y fondas se inundaron de chismes y susurros.
                —Manuel, te vemos n'el río, a la altura d'l convento de Santo Domingo —se oyó la voz de Celestino del Sud entre gorgoteos anónimos.
Güeno, respondió mientras Darwin le tendía una mano y a lomo de caballo se perdían por la esquina sur del Cabildo ante la sorpresa de los vendedores y feriantes.
El Lucerito y Darwin bajaron por la calle Universidad, casi en esquina con Biblioteca, hasta lo del comerciante Eduard Lumb, viejo amigo del naturista. Dieron ante una casa de aire inglés en plena Buenos Aires. Tras saludos y cortesías, los gringos se perdieron en la sombra del zaguán.
Manuel fue a la costa del Plata. Entre arena, claros de pasto y piedras buscó a Celestino y Colmillo. Marchó con las manos en los bolsillos del chaleco, con una leve sonrisa al mirar la primavera que se mostraba aún más bella en ese punto de la ciudad.
Fastidiado por no encontrar a sus compadres, se recostó panza arriba sobre el verde. Primero alzó el mentón con espamento hasta ver la ciudad al revés. Le hizo gracia ver las cúpulas y tejados patas para arriba. Se entretuvo un rato y luego dejó la mirada perdida en el cielo, al que vio oscurecerse, no por la noche, sino por un cansancio que lo relajó al extremo.
           En ese hilito fino que separa el sueño de la vigilia, Manuel creyó oír unos quejidos intermitentes, sin consuelo. Aturdido por el toque de procesión que rezongaron las campanas parroquiales, se revolcó para despabilarse. Ya de pie, siguió el eco de los llantos, mezclados con el crujir de olas rompientes.
           Manuel descubrió a una jovencita de su edad, con vestido de falda ancha y peineta, con rizos como el bronce, ojos verdes y, más llamativos aún, sus hombros y rostro llenos de pecas y lunares. Una niña porteña sola, acurrucada entre las piedras de cara al río, miraba el horizonte con los ojos rojos de tanto llanto a cuestas.
           Con hombros caídos, la boca entreabierta, estuvo largo rato sin decir palabra. Una mezcla de admiración, extrañeza y contemplación invadían al Lucerito. Cuando al fin balbuceó unos monosílabos lerdos, ella dio la vuelta sorprendida, como desenmascarada. Quedaron frente a frente, solos en la inmensidad del Plata.
            La joven se puso colorada, en vergüenza súbita. De ahí, le brotó la rabia:
—¡Chusma! ¡Metiche! ¡Cómo se atreve a verme así en pleno llanto! Verme con el maquillaje chueco, entre sollozos, con estas pintas ¡Niño bobo!
—Soy Manuel, me dicen Lucerito, reparto periódicos ¿qué le pasa? —titubeó.
—Nada, nada importante, los chusmas me exasperan, me hacen poner fea, nomás —gritó mientras levantaba sutil el faldón del vestido para no pisotearse—. Ojalá no me lo cruce nunca más, tonto y metereta —sonó altanera.
—Sólo quería saber si estaba bien, damita —dijo por lo bajo.
—Pues, no —se achicó de hombros y, a punto de arrancar en llanto otra vez, miró el piso para ocultar sus lágrimas.
—Hábleme, puedo ser su confidente —dijo al mirar sus verdes ojos empañados.
Hubo un silencio cómplice, una guardia baja, que duró segundos, aromada por un perfume de jazmines que llevaba el aura de la niña. Un grito lejano la volvió a la defensiva.
Señorita Lucrecia, ¿dónde está? soy la criada Merlina. Venga ya, su padre Linares está por volver, se oía cada vez más cerca. El joven miró con detenimiento, cinceló en su memoria aquel rostro con pecas y ojos verdes; por si lo de no volver a verse iba en serio. Puso un gesto benévolo, que la chica rechazó con desparpajo.
Con un ondear de hombros, ella dejó atrás a Manuel y se unió a la mulata que arreció gritos y gestos zaranderos. Luego de regañarla un poco, le acarició los bucles y la abrazó. Su marcha se disipó por la Alameda al norte, camino al barrio de la Merced.
Manuel retornó por Venezuela hasta el almacén de Pedro Zurriaran, en el 85 de la calle. El joven se alojaba en un cuarto de alquiler, al que llegó por un aviso de El Lucero. Sobre el catre de su habitación, abarrotado de periódicos y libros, se desplomó cansino. 
¿Así que Lucrecia te llamás?, ¿Quién sos?, ¿Por qué llorás?, suspiró y dio mil vueltas antes de dormir la segunda siesta de la tarde.
**
Colmillo galopó diligente entre polvo y pedradas de la calle Universidad. En pleno atardecer el toque de ánimas campaneaba aceros en lo alto de las parroquias mientras se apagaban las últimas sombras andarinas de la ciudad.
La mulata esperaba en una de las puertas de aquel caserón, al borde de dar con Biblioteca. Dele esto a la señora, ordenó el jinete mensajero y la mujer obedeció. La destinataria, en su habitación de muros y adornos colorados, escrutó el papelejo.
Don Prudencio R., comandante en jefe de la División del Sur, hizo retirar el armamento y municiones depositadas en la Ensenada, leyó la cursiva borrosa y frenética. También confirmaban que el comandante Ventura M. había llevado a su hogar el arsenal que tenía la guardia de Dolores.
La cara que habrá puesto la esposa, bromeó la señora y rompió la carta. Quedó en silencio, con el puño sobre el mentón. Una risa tersa invadió su rostro. Al instante, desdibujó la curva y brotó un gesto no menos de tristeza que de rabia. 
Estos malvados van a ver, suspiró y la llegada de su joven hija borroneó su estratagema.
**
           —Biscatcha de Tandeel y también me gustá árbul del Waleechu.
           —Vizcacha, Darwin —ondeó Lumb sus manos para guiar la cadencia castellana.
Los ingleses, a la luz de velas y farolas, habían desparramado sobre la mesa un montón de huesos, calaveras, piedras y otros suvenires de la Pampa. El naturista estaba entusiasmado como un niño al evocar pájaros y anguilas raras; no podía creer lo de los ñandúes. Incluso hablaron del mito de las “arañas voladoras”. Rieron mucho, sobre todo Lumb, negado a creer en ellas.
Luego Darwin le escribió a su hermana Caroline Sarah sobre sus andanzas como gaucho tomando mattee amargo entre desenfreno y peligros. A poco de describirle la Geology of the different parts of the Pampas, llamaron a la puerta. Lumb fue hasta el zaguán y al regreso dijo turbado:
            —Tomá, es para vos. Mañana a la noche hay una tertulia en tu honor.
—¿Qué? ¿Dónde?
—En la casa de los Linares del barrio de la Merced. Tenga cuidado.
Why?
            —El Viejo Linares es lomo negro, de los contreras a Rosas. No se meta en esta pendencia.
            —¿Walichou se decía? —cortó en seco Darwin al verlo con ganas de rabiar.
            —¡Sí, gualicho! ¡Esta disputa de familias porteñas nos va a embrujar a todos!                



No hay comentarios.: