Ya está disponible la novela-fanzine "Los Restauradores de Barracas", sobre la prensa en la época de Juan Manuel de Rosas. Acá un adelanto.
Los Restauradores de
Barracas
I
El hormigueo solitario de los
jinetes prensó cosquillas de polvo en las entrañas verdes de la Pampa. Con
fuerzas últimas, chapotearon ciénagas y caminos destartalados. El perfume
silvestre, intenso, mezcla de agua estancada con flores dulces y ramaje nuevo,
fue el anticipo. Renovada aquella primavera con bríos de criollita arrogante,
la ciudad de la Trinidad se contorneó en esquinas y callejas hasta la lejana
serpentina del Río de la Plata.
El horizonte de la capital más
austral del mundo surcaba por azoteas con tejas y balconcitos enrejados,
pulperías de esquina y larguísimos muros blancos. De tanto en tanto había
farolitos y portones que llevaban a zaguanes misteriosos.
La tropilla, a la cabeza un
mocito agringado envuelto en una soldadesca federal, levantó polvareda en esos
barrios con nombre a iglesia. Embelesados con el canturreo entremezclado de
valses en pianoforte y guitarras embravecidas, desensillaron al mediodía sobre
charcos y hoyuelos en la Plaza de la Victoria, que alguna vez fue Plaza Mayor a
la española y ahora daba al Fuerte gubernativo y a la costa del Plata.
Si algo
importante en la historia criolla debía acontecer, ocurría en la Victoria.
Mientras tanto, la vida cotidiana allí era revuelo y estridencia. Los
vendedores ansiaban la vuelta al hogar con las cestas vacías y los bolsillos
robustos en pesos y reales. La sagrada siesta rioplatense daba luego espacio a
caminatas y saludos entre matrimonios, compadres y aparceros. Las negras
lavanderas se encaminaban al bajo de Alameda, donde el río, de espaldas al
Fuerte, besaba la aldea, entre piedras, cañadones y arena.
Los jinetes desmontaron sobre una
ciudad pintada en rojo y negro, como las facciones del partido federal votadas
para la Casa de Representantes donde estalló la violencia entre familias
porteñas. Los liberales “lomos negros” o “cismáticos” querían un nuevo partido
y defendían al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Ramón Balcarce.
Los “lomos rojos”, “netos” o “apostólicos” eran fieles a su antecesor, el
Restaurador de las Leyes Juan Manuel de Rosas.
Desde entonces, y tras levantarse
una prohibición de imprenta rosista, las calumnias
y tropelías explotaban pasionales y
facciosas en pasquines, gacetillas y una veintena de periódicos repartidos en
seis imprentas. En pulperías, plazas y huecos se leían rimas, epístolas y
peroratas. Mientras Balcarce era inútil y
perjudicial al país, los apostólicos
eran descarados y de moralidad perdida. El rebusque del agravio era ancho como la
Pampa.
El qué dirán aporteñado tenía a
familias de apellido y tradición bien nerviosas. Las esposas se descomponían,
los hombres sulfuraban; incluso las parroquias y barrios se dividían en
cismáticas o apostólicas. Hasta Rosas, en medio de su expedición al Desierto,
se mostró chinchudo: “Balcarce consiente esas publicaciones con frente serena y
las protege”.
En aquel clima, al ver el
cuchicheo de los viajantes ese viernes 20 de septiembre de 1833 no faltó quien
temiera el comienzo de un sitio, una gresca civil o algo peor.
Venimos del campamento del Río
Colorado donde está el Restaurador, el gringo es naturista, amigo de Rosas, con
él hicimos toda la Pampa a caballo y no nos degüellaron, bramaron festivos los
jinetes ante las miradas desquiciadas y charlatanas.
Se acercaron hasta un tumulto de
camperos y vendedores. Entre ellos jugaban Monte un pardo flacucho y risueño,
un gaucho regordete que hacía diligencias y un mocito despistado; ninguno
pasaba los diecisiete años. Mientras giraban una botella de caña, barajaban los
naipes agrietados por el vicio sobre un poncho en el suelo. A su alrededor,
payadores entonaban cielitos.
El mocito de chaleco claro se
llamaba Manuel Callejas. Le decían el Lucerito, porque repartía periódicos del
napolitano Pedro de Angelis, como El
Lucero hasta su cierre y ahora El
Restaurador de las Leyes. Era huérfano, alto y desgarbado, tez trigo. Bajo
su melena castaña arremolinada dejó ver un par de ojos carbón que hicieron
chispa con los recién llegados:
—¡Cayó una tropilla federal!
El trío dejó de barajar.
—Goodmornig, gauchos —dijo el
rubión—. Soy Charles Darwin, pero pueden decirme doctor Carlos, así dice mi
pasaporte —sonrió y mostró una papeleta que Manuel leyó de ojito.
—¿Así que estuvieron con Rosas en
el Colorado? —exclamó Manuel efusivo—. Se hicieron toda la Pampa a galope, ¡largo
viaje!
—Ya quisieras estar ahí, Lucerito.
Como secretario de Rosas, lo que siempre soñaste —rió el pardo Celestino del
Sud.
—El
expósito hincha mucho con eso —se quejó Colmillo E'Palo, el gaucho regordete.
—A
falta e'familia y cuna, güeno es vivir para causa e'la patria —acotó Manuel.
—¡Viva Rosas! ¡Mueran los cismáticos
decembristas! —se contagiaron los otros gauchos.
Los payadores, medio entonados,
trinaron:
Vivid D. Juan Manuel, vivid seguro,
que Marte, Apolo, Astrea, y Eurosina
consignarán en bronce a lo futuro
vuestros hechos, virtudes y doctrina.
Arrimada
la tropilla federal, Celestino barajó rápido, repartió sobre el poncho y el
naturista levantó su partida.
—¿Y
Rosas? —curioseó Manuel, que tenía los naipes al alcance de tramposos y
carteados.
—He's been amable, pero serio, with
no sonrisa. Brava expedición contra el indio.
—Se extraña a Rosas, eh, ahora
que está en el Desierto, al otro lado de la Pampa. Las familias e'respingados están
achuchados con los chismes d'los periódicos —dijo Colmillo E'Palo.
El silencio abrumó la partida.
Celestino miraba de reojo a Manuel, que ojeaba los naipes de Colmillo, quien
cogoteaba a Darwin, que tenía sus barajas evidentes. La tensión se hizo
imbancable cuando un pequeño tumulto los rodeó para ver cómo salía ese partido
de Monte.
—¡Balcarce y sus devaneos! —bufó
Colmillo—. Desde abril que los negros pillados con las cartas en la mano
reciben veinticinco azotes. ¡Mirame ahora, gobernador!
—Los milicos te van a llevar por
fiero; si ni carnaval el miércoles de ceniza se podía jugar este año que te enjaulaban
—cargó Celestino—. ¡Miralo al dotor!
—Muy
bien, Carlos —dijo un cobrizo de la tropilla federal al ver cómo Darwin estaba
por ganar la partida—. Le quisieron pelar la chaucha y les salió mal.
¡Qué pasa ahí!, se oyó con furia
y entre jugadores y mirones rompieron el círculo de timba para largar parado al
vigilante que se acercaba hosco y arrogante.
El alboroto disparó nubes de
polvo entre gritos de Federación o muerte
y otras arengas que contagiaron a vendedores y negras de la Recova. Lo frentes
de tiendas, almacenes y fondas se inundaron de chismes y susurros.
—Manuel, te vemos n'el río, a la
altura d'l convento de Santo Domingo —se oyó la voz de Celestino del Sud entre
gorgoteos anónimos.
Güeno, respondió mientras Darwin
le tendía una mano y a lomo de caballo se perdían por la esquina sur del
Cabildo ante la sorpresa de los vendedores y feriantes.
El Lucerito y Darwin bajaron por
la calle Universidad, casi en esquina con Biblioteca, hasta lo del comerciante
Eduard Lumb, viejo amigo del naturista. Dieron ante una casa de aire inglés en
plena Buenos Aires. Tras saludos y cortesías, los gringos se perdieron en la
sombra del zaguán.
Manuel fue a la costa del Plata.
Entre arena, claros de pasto y piedras buscó a Celestino y Colmillo. Marchó con
las manos en los bolsillos del chaleco, con una leve sonrisa al mirar la
primavera que se mostraba aún más bella en ese punto de la ciudad.
Fastidiado por no encontrar a sus
compadres, se recostó panza arriba sobre el verde. Primero alzó el mentón con
espamento hasta ver la ciudad al revés. Le hizo gracia ver las cúpulas y
tejados patas para arriba. Se entretuvo un rato y luego dejó la mirada perdida
en el cielo, al que vio oscurecerse, no por la noche, sino por un cansancio que
lo relajó al extremo.
En ese
hilito fino que separa el sueño de la vigilia, Manuel creyó oír unos quejidos
intermitentes, sin consuelo. Aturdido por el toque de procesión que rezongaron
las campanas parroquiales, se revolcó para despabilarse. Ya de pie, siguió el
eco de los llantos, mezclados con el crujir de olas rompientes.
Manuel
descubrió a una jovencita de su edad, con vestido de falda ancha y peineta, con
rizos como el bronce, ojos verdes y, más llamativos aún, sus hombros y rostro
llenos de pecas y lunares. Una niña porteña sola, acurrucada entre las piedras
de cara al río, miraba el horizonte con los ojos rojos de tanto llanto a
cuestas.
Con
hombros caídos, la boca entreabierta, estuvo largo rato sin decir palabra. Una
mezcla de admiración, extrañeza y contemplación invadían al Lucerito. Cuando al
fin balbuceó unos monosílabos lerdos, ella dio la vuelta sorprendida, como
desenmascarada. Quedaron frente a frente, solos en la inmensidad del Plata.
La
joven se puso colorada, en vergüenza súbita. De ahí, le brotó la rabia:
—¡Chusma! ¡Metiche! ¡Cómo se
atreve a verme así en pleno llanto! Verme con el maquillaje chueco, entre
sollozos, con estas pintas ¡Niño bobo!
—Soy Manuel, me dicen Lucerito, reparto
periódicos ¿qué le pasa? —titubeó.
—Nada, nada importante, los
chusmas me exasperan, me hacen poner fea, nomás —gritó mientras levantaba sutil
el faldón del vestido para no pisotearse—. Ojalá no me lo cruce nunca más,
tonto y metereta —sonó altanera.
—Sólo quería saber si estaba
bien, damita —dijo por lo bajo.
—Pues, no —se achicó de hombros
y, a punto de arrancar en llanto otra vez, miró el piso para ocultar sus
lágrimas.
—Hábleme, puedo ser su confidente
—dijo al mirar sus verdes ojos empañados.
Hubo un silencio cómplice, una
guardia baja, que duró segundos, aromada por un perfume de jazmines que llevaba
el aura de la niña. Un grito lejano la volvió a la defensiva.
Señorita Lucrecia, ¿dónde está? soy
la criada Merlina. Venga ya, su padre Linares está por volver, se oía cada vez
más cerca. El joven miró con detenimiento, cinceló en su memoria aquel rostro
con pecas y ojos verdes; por si lo de no volver a verse iba en serio. Puso un
gesto benévolo, que la chica rechazó con desparpajo.
Con un ondear de hombros, ella
dejó atrás a Manuel y se unió a la mulata que arreció gritos y gestos
zaranderos. Luego de regañarla un poco, le acarició los bucles y la abrazó. Su
marcha se disipó por la Alameda al norte, camino al barrio de la Merced.
Manuel retornó por Venezuela
hasta el almacén de Pedro Zurriaran, en el 85 de la calle. El joven se alojaba
en un cuarto de alquiler, al que llegó por un aviso de El Lucero. Sobre el catre de su habitación, abarrotado de
periódicos y libros, se desplomó cansino.
¿Así que Lucrecia te llamás?,
¿Quién sos?, ¿Por qué llorás?, suspiró y dio mil vueltas antes de dormir la
segunda siesta de la tarde.
**
Colmillo galopó diligente entre
polvo y pedradas de la calle Universidad. En pleno atardecer el toque de ánimas
campaneaba aceros en lo alto de las parroquias mientras se apagaban las últimas
sombras andarinas de la ciudad.
La mulata esperaba en una de las
puertas de aquel caserón, al borde de dar con Biblioteca. Dele esto a la
señora, ordenó el jinete mensajero y la mujer obedeció. La destinataria, en su
habitación de muros y adornos colorados, escrutó el papelejo.
Don Prudencio R., comandante en jefe de la División del Sur, hizo
retirar el armamento y municiones depositadas en la Ensenada, leyó la
cursiva borrosa y frenética. También confirmaban que el comandante Ventura M. había llevado a su hogar el arsenal que tenía
la guardia de Dolores.
La cara que habrá puesto la
esposa, bromeó la señora y rompió la carta. Quedó en silencio, con el puño
sobre el mentón. Una risa tersa invadió su rostro. Al instante, desdibujó la
curva y brotó un gesto no menos de tristeza que de rabia.
Estos malvados van a ver, suspiró
y la llegada de su joven hija borroneó su estratagema.
**
—Biscatcha de Tandeel y también me gustá árbul
del Waleechu.
—Vizcacha,
Darwin —ondeó Lumb sus manos para guiar la cadencia castellana.
Los ingleses, a la luz de velas y
farolas, habían desparramado sobre la mesa un montón de huesos, calaveras,
piedras y otros suvenires de la Pampa. El naturista estaba entusiasmado como un
niño al evocar pájaros y anguilas raras; no podía creer lo de los ñandúes.
Incluso hablaron del mito de las “arañas voladoras”. Rieron mucho, sobre todo
Lumb, negado a creer en ellas.
Luego Darwin le escribió a su
hermana Caroline Sarah sobre sus andanzas como gaucho tomando mattee amargo entre desenfreno y peligros. A poco de describirle la Geology of the different parts of the Pampas,
llamaron a la puerta. Lumb fue hasta el zaguán y al regreso dijo turbado:
—Tomá,
es para vos. Mañana a la noche hay una tertulia en tu honor.
—¿Qué? ¿Dónde?
—En la casa de los Linares del
barrio de la Merced. Tenga cuidado.
—Why?
—El
Viejo Linares es lomo negro, de los contreras a Rosas. No se meta en esta
pendencia.
—¿Walichou se decía? —cortó en seco Darwin
al verlo con ganas de rabiar.
—¡Sí,
gualicho! ¡Esta disputa de familias porteñas nos va a embrujar a todos!
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