2015/05/04

El cochero

El coche paseó con rodeo tarambana en la callesota desierta que daba al río, al norte de la aldea colonial. Los caballos iban lento, tal como había ordenado la dueña. El cochero se mostraba con fastidio y ansiedad mientras sugería apenas golpecitos de rienda. A su espalda, la cabina se bamboleaba; agarraba un ritmo bravo, discontinuo a los galopes cansinos. Silencio, silencio, codeó el cochero ante la aparición repentina y fugaz de un par de jinetes. Al ver luego la senda quieta y sola, voceó un ya está bien seco. El rechinar de maderas entró a taladrarle otra vez el oído.
                Un par de leguas más tarde, al pie de una entrada de quinta, el cochero agitó las riendas. Con los corceles inmóviles, entre codazos suaves, anunció la llegada.

Se entreabrió la puerta del choche y se zambulló una sombra discreta entre unos yuyos laterales. El carruaje volteó y apuntó hacia la aldea. A los pocos galopes, el conductor miró atrás y escudriñó la caminata sigilosa de un caballerito pintón que se escabullía en aquella quinta.
                El regreso fue lento y mudo. La ansiedad bamboleaba en las riendas del cochero. Tras un instante, que le fue eterno, oyó un tac-tac contra la madera. Ya sereno, escuchó por lo bajo:
                —Bueno, vení, pasá, ahora te toca a vos.
                El hombre, hábil como gaucho de Pampa remota, tomó una calleja tupida del costado. Dio algunos chirlos a los caballos, que siguieron el paseo indiferentes a la ausencia de su guía. Arreciaron luego unos sacudones toscos. Apenas por un ratito. Luego hubo quietud; demasiada para aquel trecho frondoso. 
                La parsimonia duró hasta la aldea. El cochero puso energías en darle ruedo y fuego a un cigarro enclenque que fumó con placer pomposo. A pocas cuadras levantó la galera y se persignó en varios recovecos.
                Con el bochinche citadino de fondo, estacionó ante una casona celeste, de zaguán largo y ventanotas con hierros lindos.
                —Amor, llegué, ¡no sabés lo hermoso que estuvo el paseo! —rechinó una vocecita dentro del carruaje.
                Con ayuda del cochero, bajó primero un faldón espamentoso, luego un corsé firme, con las tiras ajustadas hasta el ahogo. El rostro brilloso, la mueca feliz y los ojitos plenos hacían juego en esa pelirroja eufórica, con la peineta de nácar aun en pie.
                Caminó el zaguán a su encuentro un mozo de chaleco rojo y mangas de camisa a medio subir. El beso del reencuentro tuvo pasión, energía. Ella luego siguió de largo y entró a mandonear criadas.
                El cochero se movió lento, se acomodó de coté a la figura del mozo alegre. Esperó, le oyó su agitación traspirada por debajo de aquellas mechas negras. El tipo le apoyó una monedita de oro en la solapa. El cochero sonrió, se tanteó el pecho. Cortés, paró la oreja.
                —Menos mal que le encontré la vuelta, menos mal apareció usted con lo de los paseos. Si no, ¿en qué momento habría yo de recibir a las cortesanitas del barrio? —se peinó el mozo para exagerar rodeo—. Usted me entiende.
                El cochero cabeceó con picardía en los ojos:
                —¡Cómo no voy a entender la importancia de sus ratos a solas!

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