La mano le tiembla, chasquea, no encuentra lugar. Clic,
clic, clic, pero todo va igual en la pantalla que ilumina, indiferente como foco
callejero, la pieza arrugada de descuido. La banda sonora es un yendo de la cama al living con ojeras y
entonación de cañería vieja.
Betania aguanta las
ganas de no aburrirse aún más, pero desiste. La joven despeinada que devuelve
el espejo se muerde los labios con un gesto autómata y vencido. Entonces,
desenrosca la espalda del asiento, zarandea los hombros con un poco de libertad
y encara la cocina para sacudirse el tedio.
¿Cuánto más para terminar eso que al otro lado de la
pantalla le devora el reloj y las ganas? Cualesquiera fueran las tareas
escondidas detrás de ese foco rectangular, la muchacha parece resistir hasta el
final.
En eso, un chillido se alza por encima de la cafetera
carraspera, la heladera que tose engranajes oxidados y el plafón que tintinea
reclamante como en una escena de celos. El maullido es tan ajeno al minimalismo
espiritual del rededor que Betania se encandila.
El quejidito no afloja, así ella puede husmear fuera de la ventana para divisar cuándo,
dónde y hasta por qué. La voltereta que hace para arrimar con su mano el borde
del techo en busca del pelaje le hace chasquear la cintura del esfuerzo.
Teme algún zarpazo hasta que el magnetismo de sus miradas
coincide: Betania descubre la silueta felina, que amontona el miedo bajo siete
llaves de elegancia. Algo, fuera de entendimiento y palabras, los hace
declararse en tregua. Entonces, el pompón oscuro con bigotes y dos farolas
doradas se acurruca entre las finas manos de la joven.
Se terminó eso que al otro lado de la pantalla le devoraba
el reloj y las ganas. Así lo dispone ella. El maullido es la luz verde que impulsa
a Betania a dejar la oscuridad del cuarto, en busca de un veterinario o lo que
fuera; como si ambos tuvieran algo que sanar.
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