A José León las pupilas le giraron en calesita ante aquel
espectáculo. Estaba prendido a la televisión con la trasnochada película del loco
de buzo rojinegro cuando un telón oscuro revolvió la escena: el cuarto arratonado
de pensión viró en un circo desquiciado y tenue con sensaciones, colores
chillones y alaridos intensos.
Encima, una fuerza insospechada usaba su columna de camino
peatonal cuesta abajo. Primero la cabeza, luego la nuca y después la panza se
le comprimieron en medio de un andar que avanzaba firme.
Más se movía León, más se hundía en un mar de viscosa
abstracción. Trataba de gritar y su voz chapoteaba olas que cambiaban la gama
fluorescente de su alrededor. La situación demencial engordaba con el miedo que
le borboteaba.
Sin salida, atinó a esperar que la aplanadora terminara de
recorrerle toda la silueta. Entre rugidos bonsái, sintió que la presión sobre
los tobillos cesaba, iba ahora más abajo. Entonces, a José León las pupilas le volvieron
a girar en calesita; esta vez, por un ardor intenso que viajó de contramano y
le revolvió todas las neuronas a la vez.
Abrió los ojos, tomó aire y se vio despertar otra vez en el
cuartucho. El delirio, que sólo estaba en su mente, había cesado. La pesadilla
se había pinchado como un globo cuando las garras filosas buscaron atención de
su amo.
Al lado de las gotitas bordó de su pie, el gato caminador maulló
otra vez, como si ya no supiera qué más hacer para ver su tazón lleno, ese plástico
hueco al lado de la televisión. León se levantó mientras rumiaba la idea de que
su mascota, en desquite por la panza vacía, le había jugado a ser Freddy Krueger.
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