2013/12/29

El Péndulo

Un día cualquiera, en el recoveco donde más tarde se emplazó el cosmos, una baraja definió qué manos habrían de sembrar la existencia.
El hilito luminoso de una estrella enclenque arrimó el paso de cuatro sombras andarinas, que se aferraron al claroscuro de una mesa coronada por un mazo, rebosante de chances venideras.
Las ocho pupilas delinearon fugaces la constelación de la partida: un lánguido canoso iba a dupla con un tez borravino frente a dos alados, uno de antorcha y otro con arco y flecha.
El de barbas blancas mezcló tenue. Los cuarenta naipes bailaron un vals hasta acomodarse irreversibles. Las manos inquietas se hicieron con la repartija. De coté, sintieron al destino caerles encima.
El embrollo de oros sobre bastos, entre espadas y copas, los tenía de sienes latentes, espaldas curvas y pesada incertidumbre. Entonces, un aura escarlata chispeó en el aire y condujo las miradas hasta el ancho filoso que se desparramó en la mesa.
Ahora había universo, invocaban las cartas. El ceño entrecano devolvió preocupación a su dupla y némesis. Mucho había para transformar.
Asentida la derrota, los otros dos marcharon cabizbajos. Entre siseos el dios del Amor, Eros, y Tánatos, la Muerte no violenta, se asumieron fuera de la creación, ahora y por ímpetu del azar responsabilidad de las deidades del Bien y del Mal, Péndulo que iba a orientar las pasiones de los hombres y mujeres tras el amanecer del cosmos.


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