Toto la para de pecho. Le arde arriba de la panza, la cabeza
zigzaguea un poco; recién ahí cae. Qué boludez era, se reprocha mientras huye destartalado.
Los defensas hacen grullas, sus botines acechan negros como mal agüero. La
escena es una ensalada revuelta de pulpo, pero él no tiene hambre, sino el
julepe de no cagarla justo ahora que se le da.
No sabe cómo, pero media cancha ya quedó a sus espaldas. Cada
vez más, la cosa depende de él. Como gallina Turuleca, ha puesto uno, dos, tres
jugadores fuera de su alcance; ya es tiempo de ver de qué está hecho ese contragolpe
de suerte que embarró la casaca del pata de palo del equipo.
La redonda continúa a su lado, pero tienen que despedirse;
lo suyo fue intenso, fugaz. En el área, sobre el palo derecho, ve la gracia
arácnida con que busca anticiparse el arquero contrario; él, siempre defensor, nunca
había visto uno tan de cerca.
En el baldío los pocos pibes que hacen de tribuna hormiguean
susurros de todos los colores; esto no estaba en los planes. Hace cuña entonces
un silencio de examen sorpresa mientras la pelota muge hasta desinflarse; la
patada fue un escobillonazo de vieja baldeando la vereda.
Ahora le toca al arquero, que con vista de águila anticipa
la situación. Ya está, se alivia Toto y cierra los ojos. Los abre por instinto
y nota cómo los guantes del pibe dibujan garabatos de disculpas. Con éxtasis de
fiera, la doña de enfrente, empapada junto al balde que abrazó el pelotazo
rufián, a gritos despierta al barrio entero y maldice la nueva infamia del
piberío atorrante que pasa las tardes en el baldío.
El pata de palo se encoje de hombros hasta que la escena se
apaga brusca, como si fueran a un corte comercial. Percibe que el arquero lo
busca con la mirada para susurrarle pícaro y amistoso: “Gol en el balde de la
bruja vale doble”. Toto se relaja y empieza a entender que ese día ganó algo
mejor que un partido.
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